Jennifer Lawrence cayó en la maldición de las destacadas actrices del cine y protagoniza su (desalentadora) primera incursión en el terror, género que amenazó con desestabilizar la carrera de más de una celebridad.
Aquí, hija adolescente y madre conflictiva (Elisabeth Shue) se mudan a un nuevo pueblo en donde las casas son enormes, los jardines lo son aún más y las distancias entre los sicópatas y la civilización son kilométricas. Hasta allí van a parar estas dos desprotegidas mujeres quienes logran pagar el alquiler debido a que en la casa de al lado tuvo lugar un parricidio hace algún tiempo. Los pobladores hablan sin cesar del único sobreviviente de aquella malograda familia, incrementando el poder de la frase “pueblo chico, infierno grande”.
Ni siquiera tan espantosa historia podrá generar algo de tensión o de intriga en un relato que se va plagando de lugares comunes, maniqueísmo al momento de conformar a sus protagonistas y un malo con aspecto de sicótico desde su primera aparición en pantalla. Cuando las nuevas vecinas descubran que no todo lo que se dice es cierto y que hay más por revelar de aquel sangriento doble homicidio, el pasado volverá para acallar todas las sospechas.