Mi venganza esquizoide
Sin lugar a dudas dentro del ámbito cinematográfico la llamada “toma secuencia” es uno de los recursos formales que más trabajo, dedicación y planeamiento requiere por parte de los responsables máximos del film en cuestión, siempre una mixtura heterogénea de singularidades superpuestas que incluye al realizador, el guionista, el director de fotografía y el equipo técnico en general. Elementos tales como la ausencia de cortes, la utilización extensiva de travellings, la construcción sincrónica de la escena y un continuo retórico de insospechadas proporciones son los rasgos característicos de un mecanismo enunciativo que algunos consideran innecesario y otros reservado sólo a los virtuosos del séptimo arte.
Obviando la eterna discusión del narcicismo de los cineastas, hoy podemos esbozar una mínima tipología al respecto: por un lado tenemos las obras que juegan con la ilusión y van introduciendo cortes de manera más o menos solapada en la línea de la primigenia La Soga (Rope, 1948) de Alfred Hitchcock, por el otro están los intentos de edificar una suerte de ballet meticuloso símil El Arca Rusa (Russkiy Kovcheg, 2002) de Aleksandr Sokurov, y finalmente lo más probable es que nos topemos con “propuestas parciales” que se jactan de incluir por lo menos una toma secuencia a lo largo de su desarrollo, como ocurre con Ojos de Serpiente (Snake Eyes, 1998) de Brian De Palma y sus extraordinarios minutos iniciales.
La profusión de los “falsos documentales” masificó el uso del subterfugio en el terror aunque en este caso orientado hacia las cámaras en mano, la escasa iluminación y el “atajo” del empalme cuando la pantalla se ennegrece por completo, lo que por cierto suele ser un pivote estándar del subgénero. Respetando este paradigma de representación, aquella pequeña maravilla intitulada La Casa Muda (2010) descollaba no tanto por su ejecución sino más bien por cómo el director Gustavo Hernández había conseguido que el recurso pasase desapercibido en el contexto de un relato centrado en una venganza esquizoide con fuertes reminiscencias del slasher norteamericano y el J-Horror de fantasmas furiosos.
Nuevamente la remake hollywoodense pretende copiar escena por escena a la original sin llegarle ni a los talones: La Casa del Miedo (Silent House, 2011) es un producto sin alma, tan redundante como carente de ideas. Si bien sobrevivieron las sutilezas y el tono melancólico, Elizabeth Olsen no posee la frescura amateur de Florencia Colucci, la trama suaviza el episodio desencadenante del trastorno psicológico y hasta se reduce la duración de planos fundamentales de la realización uruguaya; todas alteraciones prototípicas para “adaptar” el devenir al supuesto gusto/ temperamento del público estadounidense. En vez de profundizar en la desazón, el convite sólo entrega inercia y automatismo comercial…