Autoindulgencia burguesa
Un serio inconveniente del cine europeo de nuestros días es la adopción muy a rajatabla de moldes prefijados del pasado con destino festivalero sin que medie -aunque sea- un poco de irreverencia o la sutil introducción de un manto de complejidad que permita realmente trasladar premisas de antaño a un panorama actual en el que de hecho las cosas no son estables ni guardan mucha relación con lo que supo acontecer en otras épocas: sin ir más lejos, La Casa Junto al Mar (La Villa, 2017), la última película de Robert Guédiguian, por ejemplo reproduce el esquema antiquísimo de la parentela que -luego de buen tiempo sin verse- se reúne en torno al patriarca agonizante/ postrado en lo que será una convivencia forzada entre otrora niños y hoy veteranos que repiensan obsesivamente su pasado para tratar de darle sentido a una situación presente que dista muchísimo de aquel ideal soñado.
A pesar de que las intenciones de Guédiguian, un militante de izquierda de larga data, son más que buenas y en general se puede identificar la idea de fondo de que vivimos en una etapa en la que la insensibilidad, la farsa social y el capital especulativo reemplazaron casi por completo al trabajo tradicional y una vida más apegada a la realidad concreta que nos rodea, lo cierto es que el director y guionista francés vuelve a entregar un film con unos cuantos lugares comunes encima, un ritmo narrativo por demás aletargado y prácticamente ninguna novedad a la vista que nos permita escapar un rato del andamiaje del melodrama más clásico, el cual para colmo niega su exuberancia latente vía la severidad del pretendido “cine de autor” que se difumina de tantos detalles remanidos y poco interesantes que arrastran los personajes, a fin de cuentas ofreciendo más impersonalidad que idiosincrasia.
En esta oportunidad el padre convaleciente es Maurice (Fred Ulysse), un anciano en estado vegetativo alrededor del cual se juntan sus tres hijos a pura obligación y desencanto: tenemos a Angèle (Ariane Ascaride, pareja de siempre del realizador), una actriz que culpa a sus consanguíneos por el fallecimiento -muchos años atrás- de su hija Blanche (Esther Seignon), a Joseph (Jean-Pierre Darroussin), un hombre deprimido que sale con una chica más joven, Bérangère (Anaïs Demoustier), y al que jubilaron a la fuerza los oligarcas de la compañía donde solía trabajar, y finalmente a Armand (Gérard Meylan), el único de los hermanos que se quedó en el hogar familiar en Marsella para llevar adelante el pequeño restaurant del clan. Por supuesto que en el desarrollo habrá lugar para pasadas de facturas, descubrimientos varios, algo de reflexión, otro tanto de amargura y hasta instantes de relax.
Por momentos pareciera que Guédiguian toma conciencia de que a la larga aburre un poco con esta catarata de autoindulgencia burguesa y por ello en el tramo final del metraje -de manera un tanto insólita- incorpora a tres niños refugiados hambrientos que los hermanos varones encuentran escondidos en una zona costera aledaña, una jugada retórica que le sale relativamente bien porque en parte suplanta los estereotipos de clase media sufriente por la urgencia y el desamparo de quienes padecen en serio una constante expulsión debido a la reconversión de casi toda Europa a la industria del turismo y la mudanza desde el ámbito rural a los centros urbanos, amén de la infaltable xenofobia estatal que los artistas tratan de contrarrestar con obras como la presente y siempre desde una perspectiva bien burguesa de asistencialismo que no va mucho más allá de asumir culpas por años y años de saqueo en África y Medio Oriente (sería más funcional al planteo ideológico de izquierda que se narrase el devenir de los propios expatriados en primera persona). En síntesis, La Casa Junto al Mar cae en una medianía apenas potable que se contenta con las buenas actuaciones del elenco y una elegía a un mundo que desapareció hace rato y que reclamaba más firmeza y mucha menos ortodoxia cinematográfica modelo década del 70 hacia atrás…