Anacronía y pasividad.
Si hay una característica invariante en la cadena de transformaciones a lo largo del tiempo de las fábulas y/ o cuentos de hadas, definitivamente es la doctrina de la acentuación sobre determinadas moralejas que se consideran inherentes a la estructura lógica de su devenir. Según el período sopesado, estos relatos de antaño experimentaron cambios de toda índole en el terreno de la tradición oral y luego adquirieron un esqueleto más o menos monolítico cuando la retórica de las clases letradas metió la cola. Ahora bien, mientras que la industria cultural por lo general reforzó semánticamente los rasgos más conservadores de las historias, las vanguardias del siglo XX se dedicaron a llevar a cabo relecturas mordaces.
Concentrándonos en el derrotero cinematográfico alrededor de La Cenicienta, clásico de clásicos dentro del rubro, conviene aclarar que el inefable Walt Disney se basó en la versión de Charles Perrault para su adaptación de 1950, algo así como la “estándar” tanto en lo referido a las películas animadas como en lo que atañe a sus homólogas en live action (en esencia se explotó la introducción de motivos como la hada madrina y las zapatillas de cristal). El film que hoy tenemos ante nosotros es otra traslación igual de literal del trabajo compilatorio -con intenciones expansivas- del francés, quien a su vez influyó muchísimo en la obra de Jacob y Wilhelm Grimm, los otros grandes legitimadores de la didáctica popular.
A decir verdad Kenneth Branagh y Chris Weitz, director y guionista respectivamente, construyen una realización prolija pero anacrónica, sobrecargada de una pasión nostálgica que demuestra su incapacidad a la hora de abarcar la complejización del rol de la mujer en la sociedad actual, optando en cambio por una nueva apología de esa pasividad vinculada con el martirio al que las señoritas parecen estar “condenadas”. El sacrificio desinteresado resulta valioso en contraposición a colectivos que celebran el egoísmo y la indiferencia, no obstante aquí ni siquiera hallamos esa ampliación -hipócrita y desfasada- del acervo femenino a la Frozen (2013), como si los opus del Studio Ghibli jamás hubiesen existido.
La parábola de la huérfana sometida a las torturas de su madrastra malvada y sus dos hijas, siempre a la espera de que el príncipe de turno la rescate del calvario, en esta ocasión deja de lado el revisionismo canchero (tan común en estos días) y se acopla al psicologismo entrecruzado de los personajes (la autoconciencia aparece en el desarrollo actitudinal). El cansancio de las alegorías, sumado al carácter anodino de la protagonista Lily James y cierto automatismo por parte de Branagh, quien sigue facturando en su etapa mainstream, ayudan a que los únicos momentos disfrutables sean los que involucran la intervención de las bellas Cate Blanchett como la villana y Helena Bonham Carter como la hada madrina…