La enfermedad del disfraz.
Para pensar una película como La Chica Danesa (The Danish Girl, 2015) conviene separar el gesto artístico que se esconde detrás del film y los resultados concretos de la faena en sí. El primer ítem nos reenvía a la trayectoria reciente del director Tom Hooper, quien viene de la ampulosidad del maravilloso musical Los Miserables (Les Misérables, 2012) y de los vaivenes -mayormente políticos- de esa suerte de trilogía de biopics conformada por El Discurso del Rey (The King’s Speech, 2010), El Nuevo Entrenador (The Damned United, 2009) y Longford (2006): resulta más que loable que el británico ahora prefiera “bajar a tierra” con un relato intimista de amor e identidad de anclaje transexual, no obstante las buenas intenciones chocan con la pobreza del entramado que pretendía canalizarlas, lo que a su vez deriva en una obra fallida e inconsistente, hasta un poco distante a nivel emocional.
La historia está basada en la novela homónima del norteamericano David Ebershoff, un recorrido -repleto de detalles ficcionales- alrededor de las vidas de Einar Magnus Andreas Wegener y Gerda Marie Fredrikke Gottlieb, una pareja de pintores daneses que adquirió notoriedad durante las primeras décadas del siglo XX cuando Wegener comenzó a posar para su esposa con ropa femenina, llegando al punto de rebautizarse como Lili Elbe y de desarrollar una nueva identidad en consonancia con la metamorfosis. El opus de Hooper apela a muchas herramientas del melodrama más sobrio y previsible para construir un equilibrio entre el erotismo de índole clasicista y los típicos motivos del cine queer, con el énfasis puesto en la celebridad de Elbe y su condición de haber sido objeto de una de las primeras y temibles cirugías de cambio de sexo, llevada a cabo por el Dr. Kurt Warnekros.
El problema principal de la propuesta lo encontramos en la tibieza conceptual del guión de Lucinda Coxon, que no sólo no se aparta ni un ápice del modelo “artistas desprejuiciados que van más allá de las convenciones de su época”, sino que además repite en demasía el mismo círculo narrativo estándar, ofreciendo a fin de cuentas una versión muy lavada de los múltiples retos que implica una decisión como la de Wegener/ Elbe (a pesar de que está bien apuntalado el apoyo inicial de su cónyuge y los altibajos posteriores, ya con la transformación más avanzada, a decir verdad no convence en absoluto la introducción de un par de “terceros en discordia” a lo largo de la trama). Los estereotipos en el desarrollo de los personajes terminan dilapidando una interesante oportunidad orientada a dar cuenta del tormento del protagonista en una sociedad que condenaba todo aquello que no comprendía.
Ahora bien, dentro de los elementos a favor de la película, sin duda el desempeño de Eddie Redmayne y Alicia Vikander -como Einar y Gerda, respectivamente- es el gran responsable a la hora de mantener el interés del espectador y exacerbar la dimensión dramática con vistas a profundizar en la psicología general de los daneses: mientras que la perspectiva de Vikander es naturalista, el “método Redmayne” para la actuación continúa vinculado a una gesticulación prominente que el intérprete va dosificando según el papel (hoy quizás abusa un poco de las sonrisas y las miradas extraviadas). La fotografía de Danny Cohen es otro punto sugestivo porque constantemente embellece la angustia que enmarca al periplo, esa que trae a colación lo que Elbe llama la “enfermedad del disfraz”, el desfasaje entre la masculinidad y la feminidad, entre lo público y lo privado, entre su cuerpo y su identidad…