La manipulación machista
A lo largo de la historia del cine podemos encontrar numerosos opus que juegan con la amnesia para generar suspenso y colocar en primer plano la vulnerabilidad psicológica de los protagonistas en boga, todo un rubro que nació con la recordada Cuéntame tu Vida (Spellbound, 1945), de Alfred Hitchcock, y continuó con mojones en la línea de Alguien Detrás de la Puerta (Quelqu'un Derrière la Porte, 1971) y Memento (2000), extendiendo su influencia hasta nuestros días gracias a films como Antes de Despertar (Before I Go to Sleep, 2014) y Perdida (Gone Girl, 2014), sin duda la gran obra maestra del enclave de los últimos años. La película que nos ocupa, La Chica del Tren (The Girl on the Train, 2016), vuelca el asunto hacia el melodrama lacrimógeno y lamentablemente el resultado en ningún momento sobrepasa una medianía que se debate entre la corrección, los clichés y el hastío.
La trama reproduce casi al pie de la letra el eje de la novela homónima de Paula Hawkins, una suerte de thriller sobre la manipulación machista con base en los abusos domésticos y las adicciones. Todo gira en torno a tres mujeres y dos hombres: Rachel (Emily Blunt), una fémina consumida por el alcoholismo, toma diariamente el tren hacia New York para ver por la ventana su antigua casa, la que compartía con Tom (Justin Theroux) hasta que el affaire de éste con Anna (Rebecca Ferguson) -con quien ahora vive allí y tiene un hijo- destruyera la relación; al mismo tiempo Rachel está obsesionada con una pareja vecina y aparentemente perfecta, la de Megan (Haley Bennett) y Scott (Luke Evans), algo que por supuesto dista mucho de ser real. Cuando Rachel descubre que Megan le está siendo infiel a Scott, decide vociferarlo pero todo deriva en heridas en su cabeza y un proceso de amnesia.
A partir de la desaparición y el eventual hallazgo del cadáver de Megan, a lo que se suma el accionar de la policía con la Detective Riley (Allison Janney) como la encargada primordial de la investigación, el guión de Erin Cressida Wilson -una norteamericana conocida en esencia por sus colaboraciones con Steven Shainberg- trata infructuosamente de hilvanar un croquis de los afectos y desengaños entre los personajes, pero lo único que consigue es caer en redundancias narrativas, lugares comunes del suspenso y una resolución del misterio que se ve venir kilómetros a la distancia. El problema principal son los arquetipos dramáticos, los cuales no agregan ni un gramo de originalidad a lo ya trabajado en el pasado: Rachel vive en una espiral de autoindulgencia, Anna es la típica mujer segura de sí misma, Megan es un clon de Rachel en “formato promiscuidad” y los hombres son parásitos emocionales.
El realizador de turno, Tate Taylor, el de las interesantes Historias Cruzadas (The Help, 2011) y Get on Up (2014), en ocasiones pareciera que quiere copiar la estructura de Perdida, no obstante lo cierto es que no dispone de cimientos que estén a la altura de las circunstancias y hasta se podría decir que aquí está fuera de su zona de confort, lo que se traduce en muy pocas escenas en las que domine verdaderamente un verosímil sustentado en la angustia y el nerviosismo. Desde ya que resulta de lo más loable la intención de retratar el círculo vicioso de la violencia y la corrupción sexistas, el dilema radica en que los personajes son demasiado unidimensionales y -de esta manera- el elenco no cuenta con el margen suficiente para terminar de rescatar a la propuesta de una serenidad deslucida que conspira al momento de generar empatía hacia un desarrollo seco y un tanto “de manual”…