UN CRIMEN DISCUTIBLE EN EL SUR PROFUNDO
Son los años 60 en Estados Unidos. En los pantanos de Barkley Cove, un pueblo pesquero de Carolina del Norte, aparece el cadáver de un hombre. Casi de inmediato, tanto las autoridades como la mayoría de los lugareños apuntan a la Chica Salvaje, una mujer que vive aislada en una casa dentro de la marisma. Sobre ella corren rumores, que van desde acusaciones de brujería hasta considerarla el eslabón perdido, pero son pocos los que parecen conocerla realmente. Uno de ellos, un abogado ya retirado, decide defenderla en el juicio por homicidio, pero antes necesita escuchar su versión. Y es así como la Chica Salvaje, desde su celda, comienza a relatar su historia.
Basada en la novela de Delia Owens, La chica salvaje arranca como un policial, con su posterior instancia jurídica, pero pronto deriva hacia un territorio que la emparenta con la literatura de Carson McCullers, Flannery O’Connor y Harper Lee. En una geografía digna del gótico sureño, la historia de Kya, la Chica Salvaje (interpretada por Daisy Edgar Jones) está atravesada por la pobreza, la pérdida y la soledad, con la familia como un concepto que arrastra anhelos y desgracias. Ese primer tramo, que narra la infancia de la protagonista en la forma de un largo flashback, funciona como un relato de iniciación en un contexto violento. Ahí, la directora Olivia Newman logra articular la hostilidad interna, la del padre abusivo y la madre que se va, con la externa, donde casi toda la población rechaza a Kya y la convierte en objeto de burlas y prejuicios.
Cuando la protagonista crece también crecen los problemas, no solo para ella sino además para la película, que ingresa en un terreno edulcorado y opuesto a lo que veníamos viendo. Tal vez haya una intención de contrastar entre lo malo, lo bueno y nuevamente lo malo, pero lo cierto es que incluso desde lo formal, promediando la mitad, la película se vuelve un poco torpe, con planos que la asemejan a ciertas historias juveniles de amores contrariados. Siendo justos, toda la cuestión de la observación de la naturaleza y la relación que Kya entabla con ella, a partir del estudio y de los dibujos, tiene su cuota de interés, y equilibra un poco la que seguramente sea la parte más aletargada del film.
El problema mayor viene después, con el final, y es casi imposible analizarlo sin revelar el giro decisivo de la trama. Pero podemos decir que es cuanto menos polémico, y que sin dudas abre interrogantes sobre las verdaderas intenciones de la película. El conflicto no aparece por el hecho en sí, sino porque traiciona y casi que invalida lo visto hasta ese momento, en una historia que parecía decir que la justicia en la corte sí podía ser justa. Podríamos establecer una relación con El secreto de sus ojos y su también polémico final, aunque en aquella película, la noción de justicia por mano propia podía considerarse sustentada por el fracaso previo de la Justicia como institución. Lo que sucede acá termina por parecerse más a un grito de guerra, que además de no sostenerse narrativamente (pasado el impacto, lo pensamos dos segundos y no tiene sentido), atenta contra una película interesante y con algunos méritos.