Ramificaciones de la culpa.
Si bien a simple vista indudablemente se puede afirmar que La Chica sin Nombre (La Fille Inconnue, 2016), el último trabajo de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, es inferior con respecto al opus inmediatamente previo, la muy interesante Dos Días, una Noche (Deux Jours, une Nuit, 2014), a decir verdad el film en cuestión continúa sacando provecho con esmero del minimalismo habitual de los realizadores en pos de mantener la tensión en todo momento y -por supuesto- transmitir ese mensaje socialista/ humanista de siempre a la Ken Loach. Hoy deciden regresar al suspenso que enmarcó algunas de sus obras de antaño, aunque con una entonación más sutil: dicho de otro modo, aquí tenemos una investigación que se condice más con las exploraciones de Olivier, el protagonista de El Hijo (Le Fils, 2002), que con el esquema de intrigas de El Silencio de Lorna (Le Silence de Lorna, 2008).
Como es costumbre en el cine de los belgas, la historia es relativamente sencilla: Jenny Davin (Adèle Haenel) es una joven y talentosa médica que está reemplazando en una zona humilde al Doctor Habran (Yves Larec) y que además tiene a su cargo a un interno, Julien (Olivier Bonnaud). Una noche suena el timbre del consultorio luego del horario de atención y ella resuelve no abrir la puerta. A la mañana siguiente la contacta la policía para pedirle el video de la cámara de vigilancia con el objetivo de averiguar qué le ocurrió a una mujer negra desconocida que encontraron muerta en las inmediaciones con una fractura en el cráneo. Posteriormente Davin se entera que el individuo que tocó el timbre y la víctima son la misma persona, lo que dispara un sentimiento de culpa que la llevará a emprender una pesquisa con vistas a descubrir la identidad de la occisa y los pormenores de su defunción.
La propuesta no llega a ser todo lo cautivadora que a priori auguraba la premisa debido a la decisión de los Dardenne de centrar el derrotero de la protagonista en torno a la familia de Bryan (Louka Minnella), uno de sus pacientes, circunstancia que por momentos genera cierta claustrofobia redundante que neutraliza lo que hubiese sido la alternativa opuesta, la opción de ampliar el abanico de secundarios para complejizar el relato y hacerlo quizás más dinámico (considerando este escollo, los 106 minutos de metraje se perciben excesivos). Afortunadamente los directores compensan con creces esta deficiencia mediante su inefable astucia en lo que atañe al desarrollo de personajes y en especial a la transformación/ apertura emocional escalonada de Davin, una suerte de reinterpretación de Roger, aquel antihéroe -también movilizado por el remordimiento- de La Promesa (La Promesse, 1996).
Queda claro que en La Chica sin Nombre los realizadores reemplazan -como núcleo de la trama- a sus paladines marginales clásicos (esos que nosotros desde el sur podríamos clasificar dentro de la clase media baja) por una representante de la burguesía profesional con conciencia social (Davin hasta renuncia a un trabajo más redituable para continuar atendiendo a los pacientes de Habran), una jugada inteligente que se condice tanto con un discurso igualitario a favor de la transversalización comunal como con un planteo más abstracto sobre la redención en general y las ramificaciones de la angustia, ratificando así un conjunto de postulados de izquierda cada día más necesarios en un mundo que tiende a profundizar las desigualdades sociales y la concentración de la riqueza. En las puertas del desenlace, cuando no sólo Davin sino también otros personajes manifiestan su pesar ante la muerte de la chica por su rol en el asunto vía acción u omisión, en ese instante la película alcanza su cumbre narrativa/ ideológica en función de una dialéctica de corte bressoniano…