Masticando frustración
El director alemán radicado en Austria Michael Haneke parece superarse año tras año. Cuando se pensaba que no podía hacer algo mejor que Caché, redobla su grandeza con esta imprescindible La cinta blanca, quizá su película más accesible y la que condensa mejor los principales tópicos de su obra.
En 1989, Haneke filmaba su primer largometraje y obra maldita, El séptimo continente, en la que seguía la cotidianeidad de una familia nuclear vienesa hasta su repentino suicidio colectivo (se basaba en una historia real). Allí se inauguraba una trilogía sobre la “glaciación emocional”, que se continuó con El video de Benny y 71 fragmentos de una cronología del azar. En El video de Benny la aproximación se centraba en la vida, también basada en hechos reales, de un adolescente de 14 años que asesinaba a una amiga simplemente para saber qué se sentía. Más adelante, el director se interesaría en una serie de crímenes perpetrados por jóvenes acomodados, para los que no había una explicación social, y esta preocupación la llevó a la pantalla en su descomunal Funny games, una de las película más crudas que pueda recordarse, que trataba sobre una familia que era invadida y arrasada por un par de jóvenes perversos. El filme escondía una inteligente deconstrucción de los tópicos de la violencia y la manipulación en el cine.
Heredero de la austeridad enigmática de Bresson y de la despiadada franqueza de Bergman, el director alemán fue entonces, desde sus inicios, un implacable diseccionador de la violencia más desatada y desconcertante; especialmente aquella que surge desde las entrañas del estado de bienestar, de las buenas costumbres y de la estabilidad de la burguesía bienpensante. Esta obsesión es traducida en una microfísica de la violencia, donde es explorada su expresión pero también sus sufridas causas, la opresión escondida en las relaciones de poder, las injusticias privadas, la oscuridad reinante que predispone al horror. Haneke no da respuestas, indaga en la idiosincracia, en los gérmenes de la culpa y la pesadumbre, la vergüenza y la frustración, con deslumbrante lucidez crítica y, de a ratos, directamente demoníaca. Nadie se encuentra a salvo en su cine, sus personajes viven realidades que los convierten en bombas de tiempo, en sospechosos y en los posibles depositarios de un mal ancestral.
La obra cinematográfica de Haneke podría dividirse en dos: por una parte se encuentran sus películas más herméticas y de difícil análisis, entre las que se hayan sus obras “fragmentarias” compuestas por retazos de la vida cotidiana de diferentes personajes, sin un claro hilo común (El séptimo continente, 71 fragmentos de una cronología del azar, Código desconocido), y películas desconcertantes y de difícil descripción como El video de Benny y El tiempo del lobo. Por otro lado, sus películas más accesibles (Funny games, La profesora de piano, Caché) tienen un eje narrativo claro, son lineales y hasta se valen de algunas características de género. En esta última vertiente se podría inscribir esta brillante La cinta blanca.
Un pueblo protestante en el norte de Alemania, en 1913, es el sitio ideal para que Haneke disperse sus ácidos cáusticos. En primer lugar porque es la tierra fértil de donde surgirá el nazismo, pero además porque reúne características productivas y sociales de un poblado del S XIX, con ciertos indicios que marcan el pasaje al S XX. La primera Guerra Mundial cierra la película, inaugurando un siglo signado por las catástrofes; asimismo, cerca del final el barón es abandonado por su mujer, quien se va con un sofisticado banquero italiano, en un movimiento que simboliza el desmoronamiento del antiguo orden y el triunfo de la burguesía capitalista. Sería injusta una lectura única de la película como una aproximación al huevo de la serpiente y al surgimiento de los futuros nazis, porque las circunstancias expuestas son factibles de verse reflejadas en una infinidad de situaciones, con resonancias en nuestra existencia misma. En palabras de Haneke: “Cuando alguien cree tener la verdad sobre lo que es justo, se torna rápidamente inhumano. Esa es la raíz de todo terrorismo político”.
Desde una perspectiva coral, se parte de una serie de crímenes anónimos que, en un principio, llevarían a pensar en una trama de tipo policial. Pero como en Caché, el enigma nunca es resuelto, ni tiene solución aparente. Valerse de las premisas de los géneros para luego romperlas y traicionarlas es el efectivo recurso utilizado por Haneke para disparar interrogantes en su audiencia. Terminada la película, a muchos espectadores le asaltarán las incógnitas: “¿Quién es el autor de los crímenes?” (en Caché sería “¿quién filma los videos?”), luego “¿por qué la película está concebida de esta manera?” y, más acertada: “¿qué es lo que acabo de ver?”. Y nadie podría responder mejor esta última pregunta que el espectador mismo.
En La cinta blanca el poder es detentado por una tiránica trinidad encubierta de buena educación: el barón, el médico y el pastor. Ellos son quienes determinan la existencia del resto del pueblo, quienes son más respetados y temidos, y por la misma razón, quienes gozan de una impunidad absoluta. El barón monopoliza la producción de bienes del pueblo, y tiene la potestad de arrojar al hambre y a la miseria a familias enteras -como dijera Foucault, el poder de “dejar morir”-, el cura inocula el sentimiento de culpa y define el comportamiento de sus devotos, criminalizando a piacere, y el médico utiliza su investidura para maltratar y abusar sin miramientos de sus allegados. Dentro de esta lógica perversa, el último eslabón de la cadena de frustración son los niños. Ellos son golpeados, apaleados, maniatados y hasta abusados sexualmente por los mayores, y para colmo, la religión los convierte en culpables y pecadores. La cinta blanca del título es el símbolo de la inocencia y la pureza, la marca que deben llevar los hijos del pastor para autocorregirse en su comportamiento. No causa daño físico a sus portadores, pero reproduce el poder al interior de ellos mismos, aún cuando los mayores no están presentes. Es el recordatorio de que son pecadores de antemano, que deben aprender a controlar sus acciones, sus dichos y hasta sus mismos pensamientos.
Haneke muestra además como acciones de mínima gravedad son replicadas con castigos terribles y desmesurados: una llegada tarde supone quedarse sin comer, tortura psicológica, golpes de vara y sermones insoportables; un solidario llamado a silencio, tirones de orejas y humillación pública. Los niños están incapacitados para expresarse y por consiguiente estallan de diversas formas: desmayándose, tomando pequeños revanchismos, exponiéndose a la muerte, violentándose entre sí. La sugerencia de que ellos mismos pudieran ser los autores de los crímenes propicia un clima de ominosa paranoia que recuerda al clásico de terror de Wolf Rilla El pueblo de los malditos, en el cual los niños de un pueblo inglés desplegaban poderes telepáticos, con oscuras intenciones.
Una pulcra y despojada puesta en escena rememora a los austeros cuadros de las películas de Dreyer y la perfecta composición fotográfica en blanco y negro de Christan Berger aporta una fuerza climática y un atractivo visual que no tiene precedentes en la anterior obra de Haneke. El título original viene acompañado de un agregado: “un cuento infantil alemán”, apunte sarcástico que se condice con una obra con aires de fábula, ambientada en un pasado distante y concebida en un registro cinematográfico que transporta al espectador a un mundo alternativo; uno que podría ser elocuente sobre la humanidad y varios de sus peores vicios.
Un último apunte permite entrever otro gran sarcasmo hanekiano. Al final de la película las febriles desconfianzas se ven apaciguadas, y el rencor imperante se amortigua con la llegada de la guerra. El pueblo se revitaliza y vuelve a ponerse en movimiento y, curiosamente, la frustrante represión afectiva y sexual impuesta al narrador por parte de su futuro suegro se ve aligerada. La guerra propicia la unidad y el entusiasmo colectivo en una comunidad nutrida -y necesitada- de violencia.
Raíces malditas
En el año 2002, Haneke nombró para la revista Sight and sound diez de sus películas favoritas de todos los tiempos. Tres de ellas tienen elementos en común con La cinta blanca: Al azar Baltazar (el despojado cuadro semirrural), Alemania año cero (la aproximación a las más insufribles penurias de un niño) y El espejo (la escena del incendio del granero); las otras películas se condicen sobremanera con su perfil:
Al azar Baltazar (Robert Bresson, 1966)
Lancelot du lac (Robert Bresson, 1974)
El espejo (Andrei Tarkovskii, 1975)
Saló o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1975)
El angel exterminador (Luis Buñuel, 1962)
La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925)
Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960)
Una mujer bajo la influencia (John Cassavetes, 1974)
Alemania año cero (Roberto Rossellini, 1948)
El eclipse (Michelangelo Antonioni, 1962)