Haneke y las ambivalencias del alma humana
La cinta blanca busca las raíces del totalitarismo
La cinta blanca del título es, sobre todo, la marca de la mortificación: la insignia humillante que el amo impone a quien desobedeció sus leyes implacables, la señal que revela la existencia de un régimen despótico que no admite indisciplinas. De eso habla el sombrío, enigmático y perturbador film de Michael Haneke: de la opresión y de los efectos que ella acarrea; de la culpa, el sometimiento y la negación, temas habituales en su cine; del terror que puede esconderse bajo la imagen de la normalidad. Tiene algo de fábula sin enseñanzas y algo de caso policial sin resolución ni culpables, pero teje una inquietante y compleja red de sugerencias cuya interpretación queda en manos del espectador.
Es válido pensar que el narrador se refiere a la historia alemana del siglo XX -y en particular al proceso que generó el fascismo- cuando en el comienzo sugiere que los hechos por evocarse pueden ayudar a entender lo que sucedió después. Pero probablemente Haneke apunte más allá: a todos los totalitarismos, a las condiciones sociales en que éstos germinan, a los motivos por los cuales el hombre (individual o colectivamente) puede responder a la humillación padecida con conductas antisociales o con crueldades extremas generalmente dirigidas no a sus opresores sino a seres más débiles o indefensos. Apunta, en fin, a las ambivalencias del alma humana.
La historia habla de inexplicables hechos violentos que se suceden un año antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, en un pueblo rural del norte de Alemania donde todavía se prolonga el siglo XIX. La mitad de la población trabaja para el barón dueño de las tierras, y las jerarquías de una sociedad patriarcal, casi feudal, parecen perdurar: cada uno acepta su lugar en la comunidad. El adusto e inflexible pastor que humilla a sus propios hijos con la cinta blanca es el que impone las rígidas normas morales; el maestro, quien -pasados los años, como lo sugiere la voz en off de un hombre mayor- evoca el irresuelto caso, sucedido cuando él tenía 31 años y cortejaba a una niñera adolescente; el doctor, la primera víctima de los ataques: un alambre invisible tendido entre dos árboles causa la caída de su caballo y lo manda al hospital por largo tiempo; los chicos, casi todos escolares, tienen especial relevancia y en algunos casos (un inofensivo discapacitado, el hijo del barón) también son objeto de brutales agresiones, así como pasibles de desconfianza.
La llegada de la policía sólo exacerba el estado de sospecha mutuaque se ha apoderado de los vecinos. Brotan recelos, envidias, venganzas. El mal se extiende; la noticia de una violencia superior, la guerra, es casi un alivio.
Sombría intimidad
Riguroso y preciso en la marcación de su formidable elenco (chicos incluidos), Haneke no se ciñe a la evocación más o menos objetiva del maestro: también se mete en la intimidad de las casas para hurgar en las raíces del mal y destapar otras violencias, otros abusos, otras perversiones. El sombrío cuadro se aligera un poco con la breve subtrama del noviazgo del maestro y con algunos apuntes que demuestran que no todo es tan cerebral ni tan pesimista en la mirada del cineasta austríaco, si bien cuesta no pensar en que estos impenetrables críos de 1913 serían los adultos del 30 y del 40.
Film duro, conciso, sin desmayos a lo largo de sus 144 minutos admirablemente fotografiados en blanco y negro, La cinta blanca deja un rico sedimento que incita al análisis demorado. La precisión de su elaborada puesta en escena acentúa la potencia de algunas escenas (el abuso del que es testigo un chico, el despiadado diálogo del doctor y la partera, el fugaz pantallazo de un ahorcado), pero no es tanto esa elegante crudeza lo que más estremece sino el terrible sobreentendido que hay detrás de la imagen bucólica que Haneke eligió para cerrar su historia.