A los jóvenes de ayer...
"Miralos, miralos, están tramando algo / Pícaros, pícaros, quizás pretenden el poder", cantaba Charly García con Serú Girán allá por los confines de los '80. Esa frase se me vino a la cabeza al ver al grupito de niños de Michael Haneke observar por la ventana, o caminar en grupo rumbo a la casa de la hija del accidentado doctor. Hipotéticamente, según la tesis quirúrgica del director austríaco, fueron los que después, tambien con una cinta blanca -aunque teñidas de svásticas y estrellas de David-, plagaron al mundo con la maldad que germinó en las tinieblas del seno familiar corrupto de la Alemania pre-Gran Guerra.
Haber trasladado esa idea, a modo de fábula, a una simple aldea con un par de personajes significativos no estuvo nada mal, porque logró concebir un filme extraordinariamente reflexivo y perturbador, aunque al final uno se quede con la sensación de que se podía ser un poco más responsable con el mensaje final y no quedarse simplemente con el "esto fue así; si les gusta bien, y sino también".
Nadie, y muchos menos yo, puede negar el inmenso talento de Haneke. De hecho, el apartado técnico es lo más exquisito de esta película, destacando esos fuera de foco tan tenebrosos, que esconden -al igual que sus personajes- los secretos de los actos que cometen en la oscuridad, mientras sus niños los repiten (y perfeccionan) a plena luz del día, y sus resplandecientes cintas blancas los justifican y protegen dentro de todo ese marco de absurda religiosidad excesiva y obsesiva de la época.
La fotografía de Christian Berger es sensacional, atractiva y reveladora, así como asfixiante y compañera de la punzante y tenaz dirección del que también escribió la obra. El blanco y negro abala todo un abanico de posibilidades sugerentes para con la época, lo que le da otro toque maestro a una ambientación impecable, imposible de llevar al color. Simplemente, estamos ante una exposición fotográfica que ilustra como radiografía el corazón de una historia fuerte y reflexiva, aunque demasiado soberbia y permisiva, con un metraje tedioso y segregador de ideas.
Tenemos por un lado la trama central, y por otro la composición de los personajes, dos cosas que van en paralelo y casi nunca llegan a cruzarse para definir del todo el concepto general, ya que, insisto, me quedé con las ganas de ver una propuesta más comprometida desde lo ideológico, algo que ahora sí le celebro a Quentin Tarantino, por muy idiota que haya sido su mensaje en Inglorious Basterds. Igual, no me malinterpreten, no estoy comparando las películas. Nada más lejano a mis intenciones. Simplemente mencioné el otro filme como para ejemplificar lo que sentí cuando la escena final comenzó a quedar a oscuras, y Das Weisse Band llegaba a su fin.
Comparto la idea que leí en varias críticas: a la película le sobra esa voz en off. De por sí, el personaje del profesor es bastante desubicado, ya que queda atrapado dentro del salvajismo humano (y por lo tanto, político) que se regodea durante cada fotograma. De todos modos, he de mencionar que el reparto no tiene nada reprochable, sino al contrario, es muy bueno. Rescato la conversación sobre la muerte, de lo más grandioso que he visto en muchos meses en cuanto a guión; simple, directo y conciso.
Finalmente, estamos ante una película imperdible, de lo mejor del año y muy merecedora de los reconocimientos que tuvo (como la Palma de Oro o el Golden Globe) y tendrá (si no gana el Oscar será sólo porque la Academia no quiere que alguien de afuera les diga lo que tienen que pensar). Y eso hace Haneke en esta gran obra de arte: obliga a pensar. Y eso se agradece con creces.
Sólo nos queda pensar lo que hubiese estado en nuestras manos de haber formado parte de esa historia, aunque en retrospectiva lo seamos. Porque hubo un tipo que nos trasladó hasta allí y, durante casi dos horas y media, nos hizo vivir en carne viva la cosecha de una siembra siniestra y malévola. Una cosecha que a todos nos hubiese encantado destrozar como el muchacho lo hace durante la celebración del pueblo.