La nueva película de Santiago Mitre funciona como una especie de cierre a una trilogía imaginaria que comenzó con El Estudiante (2011). Aquel film contaba la formación de un militante universitario, en un arco que también terminaba en un lugar moral similar al de La Cordillera.
La acción política como escenario de la militancia desde el llano fue el foco de Mitre en La Patota (2015), su película más redonda y con las ideas más claras.
Así La Cordillera termina siendo el siguiente paso en los tópicos de interés del director. La trastienda política de mayor escala. Con un nivel de producción inusual para nuestro país (el film costó 6 millones de dólares) consolida los atributos respaldado por una técnica impecable en todos los rubros. Incluidas las sólidas actuaciones de todo el cast.
Mitre sitúa la historia (co-guionado con Mariano Llinás) en la cumbre latinoamericana de presidentes que busca establecer una alianza petrolera en la región. Hernán Blanco (Ricardo Darín) es presidente electo recientemente y con poco capital político, luego de ser intendente de Santa Rosa (La Pampa) fue vendido por el marketing como “un tipo como vos”. Un hombre común, simple y sin esqueletos en el ropero.
Ayudado por su secretaria Luisa (Érica Rivas) y su intenso jefe de Gabinete Mariano Castex (un esplendido Gerardo Romano), el presidente busca que la cumbre le juegue a su favor tanto en el frente externo como en el interno, salpicado por un caso de corrupción que involucra al ex-marido de su hija. Blanco manda a buscar a su hija Marina (Dolores Fonzi), cuya trama en el film, le pone una cuña a la narrativa de “conflicto de palacio” que el film venia construyendo. Los problemas emocionales de Marina serán el núcleo que terminen desnudando los secretos de su padre. Como no podía ser de otra manera.
El drama familiar se apodera del thriller político a’la House of Cards, y si bien el ritmo narrativo de La Cordillera nunca cae, la subtrama onírica, resulta innecesaria para llegar a un final que se vislumbraba a lo lejos. La ruina moral del personaje de Darín.
En este sentido Mitre no escapa al relato condescendiente dirigido a la clase media argentina (el público al que apunta y que le dará la taquilla) con el gastado argumento anti-política de “son todos corruptos” hermano del “que se vayan todos” del 2001. Un lugar muy cómodo sobre el cual acomodarse y sobrevivir a los tiempos que corren: la tibieza ideológica.