Una cuestión de perspectiva
Durante las últimas dos décadas el exorcismo y su colección de rituales complementarios se transformaron en uno de los tópicos preferidos del cine de terror, tanto en su vertiente indie como mainstream, lo que generó una retahíla inacabable de propuestas que suelen respetar el mismo esquema narrativo de siempre, el cual se remonta a ese film insuperable de William Friedkin de 1973 que todos conocemos: en primera instancia nos presentan a la víctima de turno, luego nos torturan con los jump scares habituales, de a poco traen a colación la historia del exorcista encargado de la purificación y todo termina en un clímax en donde se produce la ansiada batalla entre el secuaz de Mefistófeles y el representante de Cristo (a esta altura no importa que la señorita o señor en cuestión, el poseso, esté siendo mancillado cíclicamente, ya que lo fundamental es la artillería visual del exorcismo en sí).
Resulta hasta gracioso que por regla general se obvie por completo lo que sucede después, algo que La Crucifixión (The Crucifixion, 2017) viene a corregir porque comienza en el momento en que la mayoría de las obras del rubro suelen finalizar, léase el exorcismo: en Rumania, en 2004, una monja llamada Adelina Marinescu (Ada Lupu) muere luego de ser atada a una cruz -sin agua ni comida- durante tres días, a lo largo de los cuales un sacerdote y varias monjas se la pasan tirándole agua bendita y -desde ya- recitando pasajes de la Biblia en pos de que el demonio diga su nombre para expulsarlo del cuerpo de Marinescu. Como los responsables del exorcismo terminan presos y acusados de asesinato, el caso llama la atención de la periodista estadounidense Nicole Rawlins (Sophie Cookson), quien viaja al pueblito donde ocurrió todo, Tanacu, para investigar el sutil entramado de fondo.
Como no podía ser de otra forma, Rawlins siente animadversión contra el credo católico (su madre devota murió de cáncer, casi rendida a su destino frente a la confianza en la dialéctica de la cruz) y por ello su enfoque inicial es condenatorio para con el sacerdote y la ignorancia oscurantista de los pueblerinos, pero cuando ella misma empieza a experimentar el acecho de una presencia satánica, su óptica cambia al ritmo de las creencias del Padre Anton (Corneliu Ulici), un clérigo local que la ayuda en su serie de entrevistas con allegados a Marinescu. Si bien la película se nos presenta como un gran “a posteriori” de los acontecimientos, a decir verdad suele hacer trampa con flashbacks muy ilustrativos del progreso de la posesión, cada uno obedeciendo al relato de un personaje en especial. Aun así, la lucha entre las perspectivas -a favor y en contra de la fe- guía el derrotero narrativo.
El film contaba con las credenciales suficientes para ofrecer algo realmente novedoso dentro del subgénero pero lamentablemente se queda a mitad de camino, arrinconado en un desarrollo mecánico y sustos que no terminan de satisfacer por recurrencias ya vistas hasta el cansancio (cual J-Horror trasnochado, aquí nos topamos con caripelas femeninas espectrales que se le aparecen a Rawlins de la nada): el director francés Xavier Gens viene de entregar la excelente La Frontera del Miedo (Frontières, 2007), la pasable Hitman: Agente 47 (Hitman, 2007) y la interesante The Divide (2011), y los guionistas Chad y Carey Hayes -por su parte- son recordados por La Casa de Cera (House of Wax, 2005) y El Conjuro (The Conjuring, 2013), dos grandes obras recientes del género. Cookson cumple bastante bien aunque el convite en sí desperdicia la oportunidad de trastocar en serio los clichés y engranajes tradicionales del rubro, conformándose a fin de cuentas con otra triste reformulación a nivel del ideario individual de la protagonista sin mayor sustento dramático que un pasado de cotillón y una amenaza diabólica que nunca llega a convencer del todo…