La oscuridad es la sombra de Dios.
Y finalmente Alejandro Jodorowsky pudo concluir otra película. Transcurrieron 23 largos años desde El Ladrón del Arcoíris (The Rainbow Thief, 1990), aquel trabajo por encargo que le dejó un muy mal sabor de boca y reconfirmó sus “sospechas” con respecto al hecho de que en la industria cinematográfica sobreabundan los necios. Aquí por suerte no tuvo que pelearse con productores cretinos ni nada parecido, ya que es el mismo Michel Seydoux quien apuntaló el proyecto: ambos se reencontraron con motivo de Jodorowsky’s Dune (2013), el extraordinario documental que retrata el intento fallido de adaptar la obra magna de Frank Herbert, y decidieron encarar una nueva epopeya en un contexto que no suele ver con buenos ojos a un cine que escapa a los clichés y las categorizaciones fáciles.
Una vez más la efusividad creativa, el surrealismo y las mitologías trastocadas cubren toda la pantalla en un film que hace foco en la infancia de Jodorowsky en Tocopilla, Chile, durante la Crisis del 30 y la primera presidencia de Carlos Ibáñez del Campo. La Danza de la Realidad (2013) dialoga abiertamente con su carrera y juega con una mirada subjetiva que niega la razón instrumental: incluye alegorías ásperas acerca de los vínculos de pareja en la línea de Fando y Lis (1968), el nudo del relato nos presenta un viaje de reconstrucción existencial símil El Topo (1970), el chamanismo y un imaginario visual extremo nos reenvían a La Montaña Sagrada (The Holy Mountain, 1973), y hasta descubrimos planteos edípicos y una parodia agridulce del fundamentalismo en sintonía con Santa Sangre (1989).
Tomándose muchas libertades para con su propio derrotero, el director traza una cronología tan infausta como poética en la que su “versión niño”, interpretada por Jeremias Herskovits, debe convivir con su padre Jaime (Brontis Jodorowsky), un discípulo irascible de Stalin, y su madre Sara (Pamela Flores), una mujer muy perspicaz que se comunica sólo mediante arias de resonancias operísticas. Los desequilibrios, las humillaciones, el éxtasis, la locura y la transformación constituyen las distintas etapas que atraviesan los personajes a lo largo de un periplo maravilloso caracterizado por la imprevisibilidad, la valentía formal y las encrucijadas de toda índole. El “circo” de Jodorowsky remite a su homólogo de Federico Fellini y nos interpela sobre la necesidad de una vivificación del saber y el goce inmaterial.
Precisamente, las relaciones de poder que la figura paterna pretende imponer a su entorno son sin dudas el gran obstáculo para el crecimiento espiritual y la desaparición definitiva de las cadenas ideológicas que el afán de lucro implanta en el inconsciente colectivo. Hoy no sólo somos testigos del exorcismo personal del cineasta, quien a la Ken Russell subvierte y reconfigura el naturalismo reaccionario que domina en el mainstream, sino que también nos adentramos como espectadores en una odisea mística que adquiere un tamiz refulgente y arrebatador, en el que la angustia y la euforia se confunden constantemente. El Dios que venera Jodorowsky, bajo la sombra del cual nos deja reposar, es una entidad inaprehensible y multidisciplinaria que destruye las instituciones e incorpora al arte al devenir cotidiano…