Amable film sobre los sentimientos
Ningún otro título le cabría mejor a esta historia tomada de una novela que su propio autor se encargó de adaptar rescatando lo esencial del original literario, que es justamente lo más difícil de transferir a un cuento contado en imágenes: el tono.
Aquí hay delicadeza en los personajes finamente cincelados y concebidos lejos de cualquier estereotipo, en la descripción de pequeñas situaciones a través de las cuales se adivina el proceso por el cual atraviesan los callados sentimientos que ligan a un ser humano con otro, en el análisis de esos sentimientos confusos, contradictorios, desconcertantes, que los vaivenes de la propia vida se encargan de generar en el interior de un ser humano casi siempre incapaz de percibirlos claramente, de entenderlos, de asumirlos. Sean los que embargan a una muchacha que debe asimilar la repentina muerte del ser amado y recomponer su mundo cuando todo alrededor es puro vacío; los que hacen que una palabra cualquiera suene graciosa si la pronuncia alguien y tonta o hasta ofensiva si quien la dice es otro. Conexiones invisibles; intermitencias del corazón que, a juzgar por las reseñas críticas de su libro, David Foenkinos ha logrado sugerir con la mayor delicadeza y que parece haber logrado trasladar en buena medida al film dirigido a medias con su hermano Stéphane.
La delicadeza habla de sentimientos, pero nada tiene que ver con el formato habitual de las comedias románticas. Empieza con un romance juvenil expuesto en una serie de pantallazos livianos y simpáticos, no necesariamente dulzones, que termina en boda y en una breve muestra de la vida conyugal. Fugaz, como es fugaz la felicidad porque enseguida la trunca el azar en la forma de un accidente. Sigue el largo período en que Nathalie, la encantadora protagonista, vive silenciosamente su dolor, se aísla de todo y se consagra exclusivamente al trabajo, esquivando como puede el acoso de su jefe (Bruno Todeschini) en una empresa sueca. Hasta que un día, fruto de un acto impensado y repentino, se vincula con Markus, uno de sus subalternos, un sueco tímido, no muy agraciado ni demasiado elegante y además algo atolondrado, que es la delicadeza misma. Delicadeza que se manifiesta en sus actitudes y que Nathalie irá percibiendo, como su gracia, casi insensiblemente. Aquí son decisivos los aportes de Audrey Tautou, toda encanto, y François Damiens, verdadero hallazgo en su sutil composición de ese grandote buenazo y gentil que tiene el espíritu y la sensibilidad de un poeta. Más allá de alguna apelación emotiva en la música de Emilie Simon, el film evita el azúcar: para emocionar -delicadamente, claro-, le basta con su tono ligero y tierno y con la naturalidad de todos sus intérpretes.