HOMBRES COMO DIOSES CON AGUJAS
Mientras miraba La dosis, no pude evitar pensar en que ciertos actores argentinos tienen un physique du role que se ajusta a la perfección para interpretar a servidores públicos. Por supuesto que una opinión así invita a caer fácilmente en los estereotipos, a pensar que para algunos oficios existe un aspecto predeterminado, y de ahí estamos a un paso del prejuicio y de la estigmatización. Sin embargo, si evitamos cierta sensibilidad progre y nos quedamos con que existen personas con “cara de policía” (o de médico, o de taxista, lo mismo da), y llevamos esa afirmación al terreno de la interpretación, es posible encontrar al actor ideal para encarnar a tal o cual personaje, y trabajar desde ahí. Hay quienes buscan despegarse de esta ecuación, otorgando roles a actores que en principio no tienen nada que ver con el papel, y dependiendo del caso (del talento delante y detrás de la cámara, pero también de una opinión colectiva sobre la credibilidad de ciertas cosas, del tipo “no me creo a Jim Carrey tatuado y malo en Número 23”), los resultados pueden sorprender o fallar estrepitosamente. Dos ejemplos al azar, tomados de películas que vi en el último tiempo: desde el vamos, la presencia de Michael Peña como Roarke en la nueva versión de La isla de la fantasía no generó ningún entusiasmo, y verlo confirmó que nada tenía que ver con ese personaje. En cambio, el intercambio de roles entre Robert De Niro y Bill Murray en Una mujer para dos (De Niro haciendo del fotógrafo miedoso, Murray haciendo del mafioso), resultó tan inesperado como arriesgado, pero dio lugar a un contrapunto de lo más estimulante. Toda esta cuestión también se imbrica con las distintas corrientes actorales, las técnicas, y la manera en que cada intérprete trabaja para llegar a la mejor forma de representación… pero es irse demasiado lejos (y este párrafo ya se alejó bastante, es una digresión que espero el lector pueda perdonar). Porque el punto, al fin y al cabo, era el de señalar cuán acertada fue la decisión de ubicar a Marcos, un enfermero serio y taciturno, en la piel de Carlos Portaluppi. Es fácil imaginarlo como parte de cualquier guardia porteña, con su aspecto desvencijado y ese tono de voz entre y amable y agresivo, harto de todo pero aún así profesional.
La película de Martín Kraut es, en esencia, el retrato de la tensión entre dos hombres. Uno es Marcos, que como dijimos, es enfermero. De pocas palabras, dedicado, lleva años trabajando en la Unidad de Cuidados Intensivos de una clínica, y esa profesión es prácticamente todo lo que tiene. Lo demás es una casa bastante dejada, en la que vive solo. Toda la vida previa de Marcos hasta ese momento queda en off, pero intuimos que lo que vemos es lo que hay: un hombre de aspecto enorme, pero frágil, cuya labor en la clínica es lo único que parece mantenerlo con vida. Una rutina monótona pero segura, que de repente se ve amenazada por la llegada de Gabriel (Ignacio Rogers), un enfermero joven que no solo desajusta su trabajo, si no que surge como un rival inesperado: en secreto, Marcos aplica una inyección letal a los pacientes que ya no tienen esperanza, y Gabriel hace lo mismo. “La diferencia es que yo lo hago por piedad, y él lo hace por placer”, dirá en un momento Marcos. El problema ético de esa diferenciación va a servir de fondo para el verdadero móvil del relato, que es la dinámica perversa en la que se van a ir enredando los dos enfermeros.
La presencia de Portaluppi es la que sostiene una película que se ocupa de crear un clima frío y cerrado (el de la vida en la clínica), y que la mayor parte del tiempo lo consigue; sin embargo, el suspenso poco a poco se va diluyendo, hasta desembocar en una resolución que apunta a explicitar un subtexto apenas enunciado (el lado queer de la historia), y que recuerda en su ejecución al final de Muerte en Buenos Aires, la mucho más lograda película de Natalia Meta. Mientras Portaluppi se integra con su personaje y se muestra consistente a lo largo del film, lo de Ignacio Rogers es un poco un enigma: a veces pareciera actuar muy mal, y otras veces pareciera que esa inestabilidad, que pone a prueba lo creíble, fuera la máscara con la que su personaje oculta su verdadera naturaleza. De la manera que sea, esa inconsistencia le juega en contra, porque terminamos viendo al psicópata conceptual, el que posiblemente se planteó en el guion, pero difícilmente al de carne y hueso.
Siendo justos, La dosis no es una mala película, sino más bien fallida. Kraut filma con solvencia, sin los excesos formales que a veces acechan a una ópera prima; un trabajo en el que priman los planos fijos, con una fotografía que utiliza los tonos sórdidos de la vida hospitalaria (o de la representación que el cine ha hecho de ese espacio, donde conviven el profesionalismo y la enfermedad). Los dilemas éticos alrededor de la eutanasia quedan saludablemente fuera del interés principal del film, que prefiere construirse como un thriller antes que dar un discurso. Lo mismo sucede con el detrás de escena del negocio de la salud, y la burocracia de las instituciones médicas; apenas un contexto, un telón de fondo para hablar de dos hombres con distintas maneras de sobrevivir a su soledad, y con uno de ellos resbalando hacia la locura. Lamentablemente, lo que la película propone no consigue ser suficiente, y la expectativa comienza a desvanecerse. Lo que queda, en definitiva, es un film discreto, un arranque interesante para Martín Kraut, pero no mucho más. Una experiencia que, aunque menor, tampoco nos hace desear esa dosis que termine con la agonía.