El talento siempre sorprende.
Quizás cueste reconocerlo pero la verdad es que la producción de Michel Gondry fue cayendo progresivamente a lo largo de los años en términos cualitativos. A pesar de que el realizador venía de ser responsable de un corpus extraordinario en el campo de los video clips, y que tuvo un comienzo de carrera fílmica demoledor con el díptico compuesto por Human Nature (2001) y Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), ambas escritas por el genial Charlie Kaufman, los dos opus siguientes, Soñando Despierto (La Science des Rêves, 2006) y Rebobinados (Be Kind Rewind, 2008), fueron propuestas agridulces que reclamaban a gritos un mayor desarrollo.
Lamentablemente ese fue sólo el puntapié de una crisis que se profundizó con la desastrosa El Avispón Verde (The Green Hornet, 2011) y la despareja The We and the I (2012), una dupla que terminó de desinflar la promesa del inicio del periplo del francés, vinculada a un cine en el que la animación, el humanismo melodramático y los detalles surrealistas estaban al servicio de una trama coherente, o por lo menos concienzuda. Hoy La Espuma de los Días (L’Écume des Jours, 2013) constituye una mejoría y en esencia nos retrotrae al período intermedio, cuando los desniveles narrativos pasaron a primer plano pero sin llegar al colapso, en un jugada cercana a un ejercicio de estilo destinado a los acólitos del señor.
Paradojas mediante, estamos ante una traslación bastante literal de la novela homónima de Boris Vian, la cual sin embargo se adapta perfectamente a la idiosincrasia de Gondry en función de lo que podríamos definir -concentrándonos en la pantalla grande- como una lectura freak de Love Story (1970), léase primera mitad de algarabía romántica y segunda parte de tragedia de ribetes médicos. La parejita de turno, Colin (Romain Duris) y Chloé (Audrey Tautou), más la infaltable yunta complementaria, los amigos Chick (Gad Elmaleh) y Alise (Aïssa Maïga), transitan una París vivificada que rebosa efusividad y delirio en cada una de sus calles, como si se tratase de una versión naif de las inquietudes de Terry Gilliam.
De hecho, ese trasfondo surrealista funciona como un arma de doble filo, constituyendo tanto la mayor fortaleza como el problema más angustiante del film, porque el director no logra medirse en su apasionamiento visual y termina opacando a una historia de por sí precaria que por momentos parece improvisada y demasiado distante, sepultada bajo el mantra del desvarío non stop. Por supuesto que un Gondry autoindulgente sigue siendo garantía de sorpresas de distinto calibre, ya que su esteticismo es francamente una fuente inagotable de pequeñas maravillas de la imaginación, tesoros aislados que deambulan perdidos en pos de un esqueleto narrativo que los unifique y les asigne verdadero sentido…