Steven Sorderbergh nos engañó a todos. Hace un tiempo había anunciado su retiro del cine argumentando que las nuevas tecnologías y formas de producción podían subsistir al margen de Hollywood. Otro rumor que corría era que al compulsivo y ecléctico director, quien siempre tuvo la habilidad de saltar de lo comercial a lo experimental sin mancharse los zapatos, se le habían agotado las ideas. Lo cierto es que Sorderbergh nos engañó, amagó y volvió a la pantalla grande con La estafa de los Logan, otro filme de atracos y delitos de guante blanco como a él tanto le gustan pero con un alto grado de humor por momentos sano, casi siempre ácido.
Uno se preguntaría qué más puede otorgarle a la rigidez del género alguien que filmó, incluso tres veces, Ocean’s Eleven -aquella exitosa trilogía en la que Las Vegas se volvía el blanco oportuno para que una banda liderada por un George Clooney dandy y perfumado se hiciera de una importantísima suma de dinero- y la verdad es que el guion de la debutante Rebecca Blunt trae consigo una suerte de aire fresco. En esta nueva entrega el atractivo tiene que ver con una cuestión geográfica. La luminaria hipnótica de los casinos deja de ser el escenario para situarnos en una zona rural del sur de los Estados Unidos, lugar de hombres toscos, idiosincrasia hillbillys y música country (infaltable también un tema de Creedence).
En su cuarta colaboración a las órdenes del cineasta, Channing Tatum interpreta a Jimmy Logan, un minero que debido a un problema en su pierna es despedido de su trabajo como constructor en un imponente autódromo. Gracias a sus conocimientos geológicos y edilicios -y guiado por una suerte de urgencia y revanchismo- el joven desocupado tiene planeado robar las ganancias del NASCAR, el evento automovilístico más popular y comercial de Estados Unidos, pero para eso (y para toda película de atracos), hace falta gente.
Comienza aquí a repetirse la fórmula como si fuese un recetario médico. Primero, la planificación del robo que por más improbable e inverosímil que sea es contada con tanta certeza y seguridad que se vuelve incuestionable. En este punto, el director se reafirma como un gran conocedor del entretenimiento y de cómo hay que hacer para mantener el ritmo trepidante en el espectador. Cuando parece que la costura queda a la vista, Sorderbergh ya nos está arrojando una catarata de elipsis sin darnos tiempo ni siquiera a sacar la lupa del bolsillo. Cuando la historia parece desviarse hacia el drama familiar o hacia algún que otro carril romántico, una buena pelea en un bar, una explosión o un amotinamiento carcelero son ases útiles para que la adrenalina no baje.
Segundo, como todo clan delictivo se requieren personalidades complementarias y arquetípicas. Al cráneo Jimmy se le unen rápidamente sus hermanos Mellie (Rilley Keough) y Clyde, que no es más que Adam Driver trasladando su sosegado personaje de Paterson (Jim Jarmusch, 2016) a un bartender quien, producto de la maldición genealógica que acecha a los Logan, también sufre de un infortunio anatómico al haber perdido su brazo en la Guerra de Irak. Sin embargo, toda la empatía queda concentrada en el personaje de Daniel Craig, un irreverente experto en explosivos llamado Joe Bang, al que le faltan solo seis meses para quedar libertad.
La rusticidad de estos personajes se vuelve la contracara de la elegancia que envolvía al elenco de Ocean’s Eleven lo que aumenta no solo lo absurdo de la trama, sino el grado de comicidad al poner a prueba a este puñado de desclasados white thrash sin más fortalezas que el carisma y las ansias de contrariar su destino con un golpe directo y al hueso. La estafa de los Logan apenas sorprende pero gracias a su guion repleto de referencias a la cultura pop contemporánea y un elenco con alguna que otra estrella (entre los cuales -por más mínimos que sean sus papeles- sobresalen Hillary Swank y el humorista Seth MacFarlane) entretiene, divierte y vuelve la película efectiva en cuanto da lo que uno va a buscar. Menos mal que Sorderbergh no sabe cuándo retirarse.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto