De lo que se trata es de las luchas por la emancipación de la mujer en países árabes férreamente atados a sus tradiciones, pero La fuente de las mujeres está más cerca de la fábula (inspirada en la Lysistrata de Aristófanes) que del testimonio o la denuncia. La aldea árabe en la que transcurre la acción, situada en un incierto lugar del mapa entre el Norte de Africa y el Oriente Medio, se parece más a las comarcas legendarias de las mil y una noches que a los territorios no hace mucho sacudidos por vientos primaverales. En medio de esa tierra áspera y desértica, castigada por una prolongada sequía, la vida sigue la rutina de siempre: a falta de sembradíos o animales que cuidar y de guerras que combatir, los hombres pasan las horas conversando, fumando y tomando té, mientras las mujeres, además de atender sus labores domésticas, se encargan (es una tradición) de ir a recoger el agua de la fuente, la única que hay en los alrededores, en lo alto de la montaña. Diariamente, pues, deben abrirse paso, con los baldes a cuestas, por un terreno pedregoso y escarpado que ya se ha cobrado alguna víctima. Las más avispadas, entre ellas la bella e ilustrada Leila, están convencidas de que ha llegado la hora de promover algunos cambios. ¿Cómo lograr que los hombres comprendan (como lo comprende Sami, maestro de escuela y tierno marido de la muchacha), que así como está, la división del trabajo es injusta y que deben abandonar sus privilegios? Leila propone declarar una huelga de esposas por tiempo indeterminado: no habrá sexo hasta que ellos asuman la pesada tarea. Pero esta émula árabe de Lysistrata que, como ella, desata otra guerra -la de hombres v. mujeres- tiene objetivos más ambiciosos.
El film ratifica a cada rato su carácter de fábula, con sus personajes coloridos, sus abundante pintoresquismo, su abundancia de momentos musicales (de Aristófanes y de los antiguos rituales viene el enfrentamiento de los coros femenino y masculino que da lugar a un par de escenas) y su artificialidad. Y es mejor que así se la considere no sólo porque abunda en moralejas explícitas y obviamente edificantes, porque sus personajes son poco más que estereotipos y porque en términos de construcción dramática, la historia es excesivamente ingenua para abordar un asunto tan complejo como el lugar de la mujer en las comunidades islámicas.
El rumano Radu Mihaileanu busca complacer al público; de ahí que su fábula haga hincapié en el atractivo visual y musical, que se torne grandilocuente cuando exprese por boca de sus personajes la simpatía por la causa feminista y que alterne -sin reparar demasiado en lo verosímil- escenas románticas, humor, color, baile y un mínimo de drama. Aún con varios minutos de más, el film contagia su brío y cierta energía y expone sus buenas intenciones. Dos intérpretes de Cous cous, la gran cena -Hafsia Herzi y Sabrina Ouazani- añaden el atractivo de su belleza.