"Soy irascible, impaciente, terca", exagera sus defectos Aung San Suu Kyi en diálogo con su marido durante una escena ya próxima al demorado final. Ninguna manifestación que avale tales rasgos se ha visto hasta entonces, ni se la verá, tal vez porque la película que Luc Besson dedica a la militante pacifista birmana (reconocida con el Premio Nobel de la Paz por su lucha a favor de la democracia y su tenaz oposición a la dictadura militar que gobernó su país entre 1962 y 2011), atiende sobre todo al ícono popular envuelto en un aire de santidad tras el sacrificio que padeció en sus largos años de forzado aislamiento. Se le escapa en cambio el complejo, apasionado ser humano que hay detrás.
El film la retrata con la silenciosa elegancia de Michelle Yeoh, serenamente imperturbable, sin ceder jamás al abandono ni dejarse llevar por la ira. Por mucha que sea la perversidad (un poco caricaturesca) de los opresores. Suu, como la llaman entre los suyos, mantiene la esperanza. También se subraya su fortaleza, quizás heredada del padre, Auyng San, el líder nacionalista cuya actuación fue decisiva para asegurar la independencia de Birmania y que terminó asesinado por sus rivales del ejército en 1947.
Precisamente en esa jornada aciaga se inicia el relato. La niña ha pedido a su padre un cuento y él, antes de partir para un compromiso político, le resume la historia de su país como una suerte de cuento de hadas donde hubo un paraíso hasta que llegaron los invasores, que se llevaron todo y multiplicaron la pobreza y la desdicha. Cuando se despide, le coloca en el pelo una orquídea, símbolo de la paz, que quizás ella interpreta como un legado. Así debe de ser porque el film poco habla de la evolución de la protagonista, ni del nacimiento de su vocación política. Y es muy sucinto a la hora de definir todo lo demás, desde su relación con Michael Aris, el universitario británico de Oxford con el que se casó y tuvo dos hijos, y el nacimiento de su vocación política, hasta la evolución de la historia birmana, en la que ella jugará un papel tan decisivo. El film, que confirma el oficio de Besson y su sensibilidad visual, también demuestra que en términos narrativos prefiere los clichés y los planteos esquemáticos, lo que puesto al servicio de una biopic despoja al film de verdad y de vibración humana. Cada escena sólo enuncia una situación. Héroes y malvados resultan tan unidimensionales que es difícil percibir progresión, tensiones, y mucho menos grandeza épica, a pesar de los esfuerzos del músico Eric Serra. Casi todo el relato luce monótono, impersonal, falto de emoción. Salvo tal vez en el único sector en que Besson parece comprometerse un poco más: el melodramático, en especial cuando el compromiso de la protagonista con la lucha por la democracia le impone elegir entre su amor por el marido enfermo y el abandono de la causa patriótica. Es algo.