Tuve la buena suerte de conocer Roma y la mala suerte de haber sido muy chica como para apreciarlo. La vida te da revancha cuando a determinada edad conocés a Fellini y, a partir de él, conocí otra Roma. Il maestro me enseñó la base para amar el cine italiano: conocer su nostalgia y conocer su irreverencia. Esta película es una maravillosa muestra de ambas.
Gep es un hombre que se puede considerar afortunado. Tiene su reputación, sus amigos, su trabajo, sus risas y su Roma. Para sellar esto, hasta su terraza espectacular, tiene vista al Coliseo. Será en este caleldoscopio en donde veremos su búsqueda por empezar a escribir su segunda novela que jamás llegó, amén del éxito de la primera. Y es que Gep, entrado en años o no, está perdido y con esto, sin palabras.
Bien al estilo del cine italiano que disfruto, va paseando por diferentes episodios e intentando hacer memoria, pero todo lo que ve le parece tener fecha de caducidad, y aquello que era dulce, ya hace tiempo tiene otro sabor. Preguntas que antes nunca se hizo, empiezan a aparecer y con esto nuestras imágenes pasan de lúdicas a absurdas.
A medida que giramos el juguete óptico, conocemos desde los geniales rituales de baile, menciones hasta a Pirandello, el arte, la Ópera, los monumentos romanos que están cerrados al resto del universo, magos, bailarinas de streaptease, discusiones políticas y éticas, porque Roma contiene esa fauna y él, persiguiéndolas, se convirtió en lo que siempre quiso: el rey de los mundanos. El más ordinario de todos los hombres.
Mientras logra lo que sólo este tipo de historias puede lograr, al espectador se le mezclan las lágrimas y las risas mientras pasan los minutos. Maravillosamente filmada, tenemos cámaras y planos aberrantes donde el eje deja de ser real. Es un viaje a lo más profundo del ser de Gep y, con esto, vienen techos de mar, vienen jirafas que desaparecen y hasta un delirio místico porque un italiano no es tal sin un poco de gusto católico. Y los rituales visten lo poco de vida que hay. Una fotografía acorde para mostrar ese mundo.
En el papel principal está Toni Servillo, quien trabaja por tercera vez bajo las órdenes de Paolo Sorrentino. Y la química salta a la vista sin problemas. Toni habla a la cámara sin abrir la boca y su sonrisa cómplice nos invita a sonreír por más que haya preguntas sin respuestas. Pero todos los aplausos son para Sorrentino, quien nos lleva a este maravilloso viaje sin tapujos y el espectador se entrega a esta persecución por encontrarse que tiene algo de circular y críptico.
La irreverencia prima cuando el drama es pesado y una mala leche importante para ponernos a jugar con la lógica. Porque si la memoria es subjetiva, no hay nada que la ate a la realidad. Llega un punto en el que si me preguntan de qué se trata, diría que “de todo y de nada”.
Si Fellini inmortalizó Roma, Paolo quiere habitarla. Y yo, compro el pasaje.