Apuntes sobre el paganismo.
Uno de los grandes lugares comunes de los relatos centrados en los contextos campestres siempre fue el “doble filo” de esa supuesta simplicidad de los moradores del interior y de las fronteras más distantes: ya sea que pensemos en cualquier forma artística en general o en términos exclusivamente cinematográficos, una y otra vez nos hemos topado con historias que en un primer momento ensalzaban una vida primitiva y alejada del bullicio insoportable de las ciudades, para a posteriori enumerar las consecuencias menos felices del aislamiento, la tosquedad y una tradición compartida que suele ser vista como una ley petrificada e incuestionable. Así las cosas, cuando falla el análisis social -o directamente no existe- una pequeña novedad puede transformarse de inmediato en un ejemplo a seguir o por el contrario, en una síntesis de elementos considerados negativos vía el maniqueísmo.
Desde el vamos La Helada Negra (2015) decide enrolarse en dicha vertiente y lo hace a través de una bienvenida sutileza, sin los fatalismos afectados del mainstream: el realizador Maximiliano Schonfeld, en su segundo opus luego de Germania (2012), sigue inspirándose en detalles autobiográficos para construir una narración aletargada -con un gran trabajo visual y en lo que atañe a la dirección de actores- deudora tanto de la fantasía de acento sobrenatural como del politeísmo y la idiosincrasia religiosa luterana (la aparente pulcritud de una colectividad cerrada esconde el espectro del ascetismo mal entendido y de una serie de actos de crueldad solapada). Hoy el catalizador es el descubrimiento de una joven misteriosa, Alejandra (Ailín Salas), por parte de una familia poseedora de una estancia en un paraje de Entre Ríos, en esencia dominado por una comunidad de inmigrantes alemanes.
Como si se tratase de una relectura etérea de la llegada de un mesías semi bíblico, aunque más cercana al costumbrismo lacónico estándar que a la efervescencia ideológica de -por ejemplo- Teorema (1968), Alejandra habla poco pero hace mucho, especialmente en lo referido a mejorar y/ o salvar las economías hogareñas de los habitantes del lugar, apuntaladas en la ganadería y la agricultura. Pronto sus consejos sobre el mantenimiento y la explotación de los recursos locales se vuelven muy populares, elevándola a la condición de una suerte de “curandera” con ínfulas divinas. Ahora bien, el factor determinante para la formación de este culto improvisado alrededor de su persona pasa por el repliegue de la helada del título al momento de su arribo, una adversidad que es leída como un castigo celestial y por ende, el remedio/ la solución también son percibidos dentro de ese esquema.
Más allá de la prolijidad del film en su conjunto, es innegable que las peculiaridades más estimulantes están condensadas en la fotografía de Soledad Rodríguez (apabullando con algunas tomas secuencia muy logradas) y la estructuración narrativa del también guionista Schonfeld (el enigma está administrado con perspicacia e incluye citas explícitas al extraordinario Robert Bresson); porque a decir verdad el trasfondo centrado en la mitología rural del interior de la Argentina ya ha sido trabajado en innumerables ocasiones y La Helada Negra no agrega ninguna novedad al respecto. El desempeño sereno de Salas, cuyo rostro constituye el leitmotiv de la película, mantiene siempre el interés y consigue transmitir el encanto necesario para compensar los baches intermitentes que caracterizan al desarrollo, lo que redondea una propuesta correcta acerca de los coletazos del paganismo…