Perturbador relato de Bellocchio
La hora de la religión es una experiencia movilizadora en lo conceptual y fascinante en lo cinematográfico
Ahí está otra vez el cine personal de Bellocchio, con su ironía, su capacidad para fundir sueños y realidad y su espíritu provocador; con su fe en la perspicacia y la sensibilidad del público y la convicción consecuente de que un cineasta no debe preocuparse por explicarlo todo porque en el cine, como en el amor, hay que dejarse llevar. Ahí está otra vez, emprendiendo sus batallas contra la hipocresía, contra instituciones y emblemas que juzga opresivos, y más todavía contra el calculado oportunismo de una generación que, perdido el sueño de una sociedad más justa, ha reeditado un conformismo cínico y se pliega a cultos y devociones con la vista puesta en el estatus social y las ventajas económicas. Quizá los dardos de Bellocchio no apunten tanto a la Iglesia, como el film lo expone en la superficie, sino a quienes, entre los no religiosos, han carecido de ideas para llenar el vacío dejado por la muerte de las utopías y, desorientados y temerosos, se aferran ahora a alguna autoridad, alguna certeza ultraterrena.
Algo de todo esto puede inferirse de la perturbadora historia de Ernesto, el pintor ateo perteneciente a una familia poderosa que añora el poder y la influencia de otros tiempos e intenta recuperarlos por vía de una canonización. La madre de Ernesto, quizá la única verdadera creyente, ha muerto a manos de su enajenado hijo menor, que la odiaba y se lo expresaba con blasfemias. Todos los testimonios son necesarios para reconstruir la verdad de su martirio, incluido el de Ernesto, que sólo ahora se ha enterado del proceso iniciado por su familia y que conserva, en la sonrisa equívoca, alguna huella materna.
Un guión lúcido y complejo traduce sutilmente el estado del protagonista, que además de enfrentarse con el pasado durante las instancias del proceso de beatificación vive una suma de situaciones inesperadas -desde un forzado duelo con un aristócrata de museo hasta el súbito enamoramiento de la misteriosa profesora de religión de su hijo- mientras se defiende del acoso de los hermanos y de una tía infinitamente cínica (la admirable Piera degli Esposti) y se esfuerza por mantener una conducta coherente ante la mirada de su hijo.
Puede sospecharse que en el comienzo, al confesar el miedo que le inspira un Dios omnipresente, el chico está expresando un sentimiento que ha dejado su marca en Bellocchio o del que no ha podido liberarse del todo. Pero más allá de esa conjetura, hay abundantes motivos para que internarse en la historia resulte una experiencia tan movilizadora en lo conceptual como fascinante en lo cinematográfico. Es formidable el trabajo de Castellito.