Vivir para contarlo
El cine suele recalar en ciertos períodos históricos y olvidarse de otros por completo. Así, un cinéfilo promedio puede convertirse en un experto en la Segunda Guerra Mundial e ignorar por completo la Primera, puede tener una idea de lo sucedido recientemente en Irak y Afganistán y desconocer Ucrania o las innumerables guerras que hoy mismo acontecen en África, puede tener un vago recuerdo de Vietnam pero ignorar abiertamente la masacre de Ruanda. Parecerían enfoques arbitrarios, pero cada cual cuenta su historia y no se hacen películas sin dinero. Y se da una suerte de círculo vicioso: los cineastas filman sobre lo que conocen porque lo vieron a través de las películas, y así es que sobra cine sobre el holocausto judío pero recién pudimos ver algo sobre el genocidio armenio 87 años después de ocurrido, gracias a Ararat (2002); así es que nos enteramos mediante el insuperable documental The Act of Killing (2012) acerca de una purga anticomunista en la que se asesinaron más de un millón de personas en Indonesia, que vivimos tardíamos las crueldades de japoneses contra chinos gracias a Nanjing Nanjing! (2009). Y que el infierno de Camboya nunca se había abordado con la seriedad que merecía. Hasta ahora.
El documentalista Rithy Panh es un sobreviviente del genocidio camboyano. Tenía 10 años cuando los jemeres rojos obligaron a toda la población de la capital Phnom Pehn a abandonar sus hogares y sus posesiones y a deslomarse en ese inmenso laboratorio humano que fueron los campos de re-educación, donde padres, madres, niños y abuelos fueron obligados a trabajos forzados en jornadas de doce horas diarias. En pocos años, Panh vio morir a toda su familia; uno por uno fueron cayendo por la desnutrición, el agotamiento, la inexistencia de medicamentos y de un servicio hospitalario mínimo. Él mismo estuvo a punto de morir varias veces y llegó a sobrevivir comiendo insectos, ratas y caracoles. Una vez culminado el régimen, el joven fue a parar a un campo de refugiados de Tailandia. "Cuando sobrevivís a un genocidio, es como si hubieras sido irradiado por una bomba nuclear. Es como si ya te hubieran matado una vez, y volvés con muerte adentro tuyo".
Es por eso que Panh volvió a la vida con un imperativo: mostrar al mundo lo que él y los suyos vivieron bajo el sanguinario liderazgo del dictador Pol Pot. Hoy ya ha filmado más de una docena de películas sobre el período, entre las que se incluye la increíble S-21: The Khmer Rouge Killing Machine (2003), en la que las cámaras entran a uno de los centros de torturas más siniestros de la época, un sitio en el que los prisioneros eran masacrados hasta que se les escurría la última gota de información imaginable (uno de los entrevistados en la película llegó a dar más de 200 nombres bajo tortura, sencillamente toda la gente que conocía) y en el que se perpetraron experimentos biológicos con los prisioneros. El documentalista enfrenta cara a cara y luego de más de veinte años a torturadores con torturados, teniendo lugar uno de los diálogos reales más impactantes de los que se haya tenido registro jamás.
The Missing Picture, nominada al Oscar a mejor documental en el 2014, es la historia de supervivencia del mismo Pahn, contada desde una voz en off y desarrollada a través de figuras de arcilla. No es una animación en stop-motion: simplemente son filmadas las estáticas figuras en maquetas, emulando la acción y los sucesos relatados. La idea de Panh es precisamente recuperar esa imagen perdida, esa realidad que el conoció de primera mano y que hace falta difundir. Y paradójicamente, esos muñequitos estáticos funcionan como instrumentos expresivos poderosísimos, capaces de transmitir la idea de deshumanización y miseria extrema a la que fue sometida una población entera. Las imágenes de archivo en blanco y negro proponen un impactante contraste entre lo que era visible y se difundía eficazmente y esas imágenes perdidas que el régimen se esforzó en ocultar.
Rever estos costados de la historia resulta hoy imprescindible, no sólamente para entrar en conocimiento de horrores perpetrados en nombre del comunismo que poco tienen que envidiarle a los del nazismo, sino para comprender hasta qué puntos pueden llegar los fanatismos y la demencia colectiva, con el convencimiento de lograr un "mundo más igualitario" mediante la masacre de más de dos millones de personas. El "enemigo interno", los contrarios al régimen acechaban en todos los rincones: estaban en el intelectual, en el artista, en el que demostraba solidaridad con los suyos, en el que amaba a sus hijos más que a la revolución, en el desobediente, en el que miraba raro. Como si alguien pudiera haber estado conforme viviendo esa pesadilla.