La imaginación como mapa
Tuvimos que esperar cinco años, desde la genial Tropic Thunder (2008), para volver a saber de Ben Stiller detrás de una cámara. Y valió la espera. El creador de Zoolander (2001) vuelve con una película que está completamente por fuera de su impronta habitual, con mucho más cuidado de la imagen y otros aspectos más artísticos que narrativos, siendo más cuidadoso con dónde plantar la cámara antes que cuándo colocar el gag perfecto.
Aunque no sea lo más notable, Stiller es un laburante incansable del drama. Sus películas, si bien la mayoría cómicas, son en realidad retratos de seres muy dispares que, escondidos en la caricatura y la sátira social, tienen algo que gritarle al mundo porque necesitan ser comprendidos. Y allí está él siempre poniéndole la cara a esos personajes. Sin contar sus dos primeras películas de mediados de los 90, Reality Bites (acá bien titulada Generación X) y The Cable Guy (esa en que Jim Carrey se luce cantando Somebody to Love de los Jefferson Airplane), Stiller siempre protagonizó papeles de hombres venidos a menos que necesitan un empujón para salir adelante y dar un giro de 180º a sus vidas: El actor exitoso pero con pocas luces, Tugg Speedman, y el memorable modelo descerebrado Derek Zoolander, ambos tipos que supieron ver la cumbre de la montaña y ahora se encuentran cuesta abajo, pero encuentran la forma de alcanzar el pico una vez más gracias a quienes lo rodean.
Pero ahora, con todo lo excelente que es, eso queda atrás y Stiller opta por dar vuelta la fórmula, adaptando a nuestros tiempos un cuento de James Thurber ya llevado al cine en 1947, con un tono muy particular tirado más a un ritmo cadencioso, dándole lugar a las imágenes de paisajes bellísimamente fotografiados y una banda sonora simplemente brillante por parte del talentoso José González (aunque todos los aplausos se los lleva la canción de Of Monsters and Men, Dirty Paws).
En la película conocemos a Walter Mitty, un tipo gris e insípido que nunca se salió de los estándares, pero experimenta pequeños momentos de abstracción en los que se deja llevar por la fantasía e imagina situaciones exageradas donde es directamente otra persona que hace todo lo que a él le gustaría hacer. Psicología aparte, el protagonista se encuentra con una dificultad laboral que lo pone a prueba y obliga a salir a enfrentar la situación, no sólo para asombrar a su nueva compañera de trabajo (una Kristine Wiig bellísimamente filmada por Stiller) sino también para asombrarse a sí mismo, en un viaje interno que lo lleva a su juventud y lo conecta de a poco con las cosas que realmente quiere.
En The Secret Life…, además de la fotografía y la música, se destaca un reparto muy variado y plagado de pesos-pesado: Shirley McCain, que hace un papel adorable como la madre de Walter, y Sean Pean, que tiene una escena particular donde pone el listón muy alto para la emotividad en el desenlace. Ambos personajes, que nunca comparten pantalla pero de alguna forma que no diremos están conectados, son bisagra para que la historia en general funcione y genere la emoción que genera.
Quizás un poco tirado a la sensiblería, pero siempre medido y resguardado en un gran logro artístico con la cámara, Stiller cuenta una historia de superación más en su carrera, pero esta vez de forma inusual y sin necesidad de poner en pantalla a un personaje con un ego desmesurado y pretender que el público se parta de risa. Al contrario, esta vez hace tan normal al personaje que es imposible que en algún momento de la trama no nos identifiquemos con Walter o con alguna de sus fantasías, así como también esos extraños mensajes que se imprimen en los lugares más insólitos, ya sea para sacarnos de la mente del siempre presente protagonista o para dejarnos alguna enseñanza de esas que sólo el buen cine sabe dar.