Mucho homenaje y no tanta magia
No hay que confiar en los trailers: cualquiera que haya visto el avance de esta película podría pensar que se trata de un entretenimiento familiar, orientado especialmente a niños, repleto de aventuras, fantasía y escenas de acción. Pero esas presunciones no serían acertadas; lejos de ser recomendable para pequeños, -o al menos niños habituados, para bien o para mal, a la estructura dominante de entretenimiento, a escenas ágiles y dinámicas, al chiste constante y al montaje hiperfragmentado- esta película propone un elegante, estilizado y de a ratos reposado homenaje a uno de los grandes directores del cine silente.
Es el comienzo de la década del treinta, en París. La innovación del cine sonorizado no calaba hondo aún, y en las salas podían verse películas de Harold Lloyd, Charles Chaplin y Buster Keaton. Hugo es un huérfano que vive escondido entre los recovecos y las olvidadas habitaciones de una estación de trenes. Y en su refugio guarda un tesoro, heredado de su padre: una especie de autómata metálico, hecho de complejísimos y pequeños mecanismos que él mismo ha logrado reparar, y sabe que el muñeco es la clave de un misterio, quizá hasta el vehículo para obtener un mensaje de su padre fallecido. El destino lo colocará junto al gran Georges Meliés, pionero de los efectos especiales, autor que se desempeñó en unos 500 cortos entre fines de 1890 y 1913.
La película tiene puntos a favor, muchos y muy consistentes. La selección actoral es grandiosa -últimamente Scorsese sólo trabaja con los mejores- y entre ellos se cuentan el pequeño Asa Butterfield, Jude Law, Ben Kingsley, Helen Macrory, Ray Winstone, Christopher Lee, Michael Stuhlbarg y Sacha Baron Cohen (Borat ni más ni menos). La dirección artística recargada y barroca de Dante Ferreti dispone una estación de ensueños, con relojes inmensos, escaleras interminables y ventanales que redimensionan vistas citadinas. Hay memorables momentos que dan cuentas de la singular inventiva de Scorsese, como varios planos secuencia iniciales a través de la estación, una escena en que se muestra el deterioro a lo largo del tiempo de un set íntegramente vidriado, un par de estremecedoras pesadillas, y varias explicaciones de tipo documental sobre Mélies y sus métodos. Scorsese, en este pretencioso y deslumbrante homenaje, habla de la necesidad y el placer de conectar con la historia y con el pasado. De recuperar la mirada inocente, desprejuiciada, de dejarse seducir y llevar por un rico patrimonio fílmico, por esas imágenes primitivas pero innovadoras, bellas y rebosantes de creatividad.
Lo que puede ocurrir es que algunas de las expectativas, en parte alimentadas por la misma película y sus diálogos, se vean frustradas. La ominosa presencia del autómata promete un misterio, una conexión sobrenatural, una inteligencia latente y una explicación que, cuando finalmente aparece resulta insuficiente. La amiga del protagonista, inspirada en los clásicos de Stevenson, Julio Verne y Dickens, espera entusiasmada una “aventura” que finalmente queda trunca, con alguna escena de persecución forzada como para cumplir con la cuota de dinamismo necesaria. La invención de Hugo Cabret es una película irregular, bellísima pero arrítmica, imponente pero algo tramposa, sincera pero un poco machacante en cuanto a lo que verbaliza acerca de la magia, los sueños, la maravilla de ir al cine y todos esos rollos. Esto último, en todo caso, si es algo que se siente no es necesario que sea explicitado.