Erase una vez en el cine
No todas las máquinas son malas, no todos los circuitos son fríos, no toda rutina es destructiva, no todo camino es casual.
Martin Scorsese es uno de esos directores cuya obra está dominada por la ignominia de los sistemas. En Después de hora, sin ir más lejos, inventa un dispositivo kafkiano, cíclico, donde el reloj es la máquina dominante que controla todo. En La invención de Hugo Cabret, las cosas no son muy distintas. También hay relojes, pero forman parte de otros circuitos cerrados, de otras máquinas (el cine, el autómata-mcguffin de la película pero también el tren, los tres interrelacionándose). La gran idea que desarrolla Scorsese en este caso es la de construir un mundo artificioso y maquinal para hablar sobre lo humano y sobre la familia, otro sistema que la película presenta como destartalado.
Hugo (llamémosla por su más breve título original) trabaja con distintos niveles interconectados y logra, tal como lo anticipara en el primer parágrafo, que las máquinas sean el principal vehículo para acercarse a las personas. Es la perfecta inversión de las expectativas tradicionales y el lugar simbólico que le otorgaríamos culturalmente. En el centro de esa inversión está la gran máquina, el verdadero autómata, aquel que vive con un organismo perfecto: el cine. El cine (la máquina, pero también las imágenes obviamente conjugando lo onírico y lo concreto, de ahí la importancia de la presencia de Georges Meliés) es ese organismo autónomo, es el verdadero autómata que salva a los personajes. De ahí que un recurso que puede resultar cursi sea considerablemente aplicado: la llave que activa al autómata es un corazón y la misión del autómata es reparar los corazones rotos de los personajes que pululan por la película entre su soledad y sus fracasos. Y así surge el artificio, la irrealidad y la imposibilidad de que ese espacio del París de los años 30 diga menos sobre la “realidad” y la historia del cine (que son algunas de las críticas que ha recibido la película) que sobre la imposible redención, sólo posible en las ficciones.
Por eso es notable y coherente la elección de Scorsese para activar los niveles de la máquina: París como una gran maquinaria, los trenes como elemento clave de esa maquinaria, el reloj como dictador de esa maquinaria y el cine como redentor.
En medio del relato (de hálito dickensiano, sin dudas), el uso del 3D multiplica el costado artificioso contrario a darle cualquier clase de realismo. Scorsese logra que nunca molesten las decisiones folletinescas de la película ni el falso tono conciliatorio ni moralista del final, ya que la misma película se erige explícitamente bajo el formato del cuento (ahí está el inicio y el final, con su narración enmarcada casi de relato navideño), inverosímil, bigger than life, tan Frank Capra, tan ¡Qué bello es vivir!.
Con Hugo, Scorsese vuelve al redil de un cine más personal, pero desde perspectivas insólitas para el espectador acostumbrado a un cine de autor más adocenado. No deja de ser, al mismo tiempo, parte de ese grupo de películas melancólicas (que no nostálgicas, por ejemplo la reciente Los Muppets) de los últimos años que se despiden de un(a idea del) mundo (y una sensibilidad) que ya no existe.
En este caso, Scorsese se despide del mundo finisecular del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX. Marty está viejo y hace algo parecido a un testamento fílmico. Dudo que lo sea, pero al menos conmigo consiguió conquistarme. Con cerebro y con corazón.