Para el cine, con amor. Marty.
Una de las películas más esperadas y comentadas de esta temporada resultó ser la apuesta de Martin Scorsese por un cine más familiar, sencillo y limpio. Es así que Hugo (2011) quedó en boca de todos no sólo porque el director de Taxi Driver, Godfellas o The departed olvidó por un segundo a Leonardo DiCaprio y fue en busca de jóvenes actores para ilustrar una trama vestida de infantil, sino porque en ella también volcó sus ánimos más cinéfilos para una película que se planta como una de las declaraciones de amor más grandes al cine como el artificio más espectacular de la historia.
Hugo es lenta, por momentos aburrida, pero ahí está siempre la impronta artística imponiéndose por sobre la trama, con el desprolijo pero característico montaje típico de Marty y un deslumbrante diseño de producción para recrear la Paris de los 30. Y todo esto la hace inmensa, gigantezca, aunque nunca más que el aprecio que tiene el realizador por lo que está haciendo.
El homenaje constante a la figura de Georges Méliès (una descomunal interpretación de Ben Kingsley) y sus incursiones a la magia y la cinematografía (si es que una no quita a la otra realmente) no es más que una fachada que cubre el verdadero propósito de esta aventura fílmica: el propio asentimiento de devoción hacia un mundo, un estilo de vida. Una semblanza que se dibuja con ese mecanismo precioso del séptimo arte (símbolo del Autómata), con sus idas y vueltas, muchas veces, sí, desilusionante, pero siempre esperanzador, rejuvenecedor, activo y creativo.
Los talentosos aportes de Asa Butterfield y Chloë Grace Moretz inundan de radiante frescura una pantalla que por momentos se opaca un poco por un complicado andar en los primeros treinta minutos de metraje, invadidos por cierta sonsera y sobreactuación -tal es el caso de Sasha Baron Cohen y las breves intervenciones de Frances de la Tour y Richard Griffiths con su innecesaria historia de amor canino-, que desdibujan la propuesta para llevarlas a una cosa aniñada y desorientada, que finalmente evoluciona a lo que termina siendo Hugo, una delicia.
Así como el niño Cabret se esconde tras las maquinarias de los relojes para ver las historias que se suceden en la estación de trenes, el espectador quedará embobado con una película maravillosa y una trama que va in crescendo para llegar a su propósito, homenajear al cine, venerar el ritual de los cinéfilos, y preservar a los grandes como Méliès en un tiempo en que, como lo dice el personaje de Michael Stuhlbarg, "el presente trata mal al pasado".