Sobre la asepsia formal…
Detengámonos por un instante en un rasgo específico de gran parte del cine de género de la actualidad, el conservadurismo tanto ideológico como estructural. Hablamos de una tendencia insoportable que modela una y otra vez bajo el mismo tenor arquetipos retóricos nunca reaccionarios de por sí, abarcando no sólo la duplicación ad infinitum de patrones standards que obedecen a la lógica comercial sino también la reproducción de una mojigatería muy preocupante a nivel creativo. Mientras que en otros períodos podíamos llegar a encontrar con gran facilidad obras que brillasen con luz propia o por lo menos se distinguiesen del resto, en nuestros días determinadas “vertientes” parecen petrificadas.
Tanto en lo que se refiere al mainstream como a una supuesta independencia periférica, en el ámbito de la industria cinematográfica estadounidense durante las últimas dos décadas se ha consolidado una suerte de fórmula que garantiza -según los “cráneos” de las productoras y sus títeres de turno- comedias o films de terror exitosos, los dos ejemplos máximos de la reducción que opera sobre campos otrora deslumbrantes (“sexo”, “gore” y “perspicacia” son palabras prohibidas). Un contexto miserable, personajes pueriles, un andamiaje formal vetusto y una multitud de recursos reciclados son las características principales a la hora de aniñar las propuestas para conseguir ese patético “guiño” por parte del ente de calificación.
Por supuesto que bajando la edad del espectador potencial se empobrece paulatinamente los productos, los realizadores y el público del futuro, sumado a que toda la maquinaría queda tildada en un “piloto automático” que genera proyectos tan anodinos como La Invocación (Haunt, 2013), otra historia irrelevante de fantasmas furiosos en pos de venganza, eco lejano del J-Horror de lustros anteriores. En esta oportunidad es la familia Asher la que se muda a un caserón para rápidamente comenzar a experimentar una serie de situaciones símil The Amityville Horror (1979). Aquí un minimalismo naif corre a la par de la ausencia de novedades y una duración justa en lo que hace al aprovechamiento del acerbo genérico.
Si bien el enfoque que adopta la película le juega a favor, centrándose en Evan (Harrison Gilbertson), el hijo mayor del clan, y obviando la dialéctica quemada de la “amenaza” a los querubines de siempre, la trama recurre a muchos clichés y no va más allá del bus effect al momento de los sustos. Realmente es una pena porque la ópera prima de Mac Carter tampoco llega a molestar y hasta ofrece algunos diálogos interesantes entre Evan y su vecina Samantha (Liana Liberato), cuyo tópico es la curiosidad teológica. De todas formas, como cinéfilos ya sabemos que si deseamos evitar la asepsia del norte debemos volcarnos al resto del globo, donde la muerte sí suele ir de la mano de las vísceras y el intelecto…