Entre el deseo y la realidad
Más allá de la catarata de clichés y trivialidades que recorren de principio a fin La Isla de la Fantasía (Fantasy Island, 2020), supuesta reinterpretación en clave de terror de la famosa serie televisiva homónima de la ABC, el verdadero problema de la película pasa por no decidirse entre el tono narrativo de la comedia o el drama y por su lastimosa ineficacia en ambas regiones por separado y en algún que otro intento retórico por combinarlas. La idea en sí detrás del asunto parecería haber sido el fusionar los parques temáticos retorcidos símil Westworld, los misterios de una isla tropical bizarra a la Lost, algunos comentarios metadiscursivos en la tradición de La Cabaña del Terror (The Cabin in the Woods, 2011) y por supuesto toda la noción del pacto faustiano con una entidad malévola -sea consciente de ello la víctima o no- en línea con La Feria de las Tinieblas (Something Wicked This Way Comes, 1983) o la muy parecida La Tienda de los Deseos Malignos (Needful Things, 1993).
Al igual que en la serie emitida entre 1977 y 1984, aquí la trama comienza con la llegada de diversas personas a la isla del título, un enclave paradisíaco que promete cumplir cualquier fantasía que detenten sus huéspedes mediante planteos y situaciones mundanas o semi mágicas: en esta oportunidad los protagonistas son Gwen Olsen (Margaret Denise Quigley), una bella mujer que pretende corregir un error del pasado cuando rechazó una propuesta de matrimonio, Melanie Cole (Lucy Hale), quien busca vengarse de una compañera de colegio que la sometió a bullying durante su adolescencia, Patrick Sullivan (Austin Stowell), el cual anhela transformarse en un soldado para honrar a su padre caído en combate, y finalmente los hermanastros Brax Weaver (Jimmy O. Yang) y J.D. Weaver (Ryan Hansen), un par de tarados que quieren una algarabía semejante a las “utopías” egoístas burguesas más banales de fiesta sin fin en una mansión y -por supuesto- repleta de alcohol y cuerpos esculturales.
El anfitrión del resort en cuestión, el Señor Roarke, ahora está compuesto por un Michael Peña que sinceramente se ubica muy lejos del original Ricardo Montalbán y de su asistente, el enano francés Tattoo (Hervé Villechaize), algo que tiende a magnificar las muchas escenas trilladas de las que está repleto el film, siempre pretendiendo unificar las cuatro líneas narrativas principales de estos deseos que se van al demonio y derivan en salidas melosas, sermones moralistas bobalicones varios, casi nada de terror, un chauvinismo de cadencia bien irrisoria, un Michael Rooker totalmente desperdiciado y chistecitos que de ocurrentes no tienen nada de nada. El director y guionista Jeff Wadlow, que venía de dirigir la potable Verdad o Reto (Truth or Dare, 2018) para Blumhouse Productions, la factoría de Jason Blum, aquí no consigue que su reencuentro con el productor y la protagonista de aquella, la talentosa Lucy Hale, genere una propuesta mínimamente atractiva o entretenida.
Desde ya que el horizonte conceptual apuesta a explicitar el carácter sádico del destino y cuánto de autodestrucción -o pulsión de muerte- esconden esos sueños diurnos destinados al fracaso, sin embargo la película ni siquiera logra despertar interés en lo que atañe al sustrato ultra básico de este tipo de proyectos, léase el sutil enigma de fondo y la misma diferenciación entre la comarca etérea de los deseos de los personajes o el mundo de las quimeras, por un lado, y el campo de la impiadosa realidad o el espacio compartido social, por el otro, un nexo que -por ejemplo- fue trabajado de manera brillante y porfiada por series en verdad legendarias de la fantasía, el horror y la ciencia ficción de antaño como La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone) y Rumbo a lo Desconocido (The Outer Limits). El guión de Wadlow, en colaboración con Jillian Jacobs y Christopher Roach, es caótico y forzado a más no poder porque no sabe bien qué hacer con cada personaje y la premisa en sí del producto original de TV, desembocando en otra experiencia mainstream muy fallida que deambula perdida en sus devaneos artísticos y sus callejones sin salida…