Las puertas deben permanecer cerradas
A esta altura no existen palabras que puedan describir el aporte de Martin Scorsese al séptimo arte, simplemente diremos que es uno de los mejores cineastas a nivel mundial. Su nueva película, La Isla Siniestra (Shutter Island, 2010), constituye otro ejemplo extraordinario de ese enorme talento para la edificación de la intensidad dramática y el realismo obcecado, elementos primordiales no aptos para los diletantes del medio pelo contemporáneo y la mediocridad fílmica. Sus trabajos en ficción siempre han respetado la estructura de los géneros clásicos hollywoodenses, potenciando las aristas más incómodas del relato sin jamás descuidar intereses personales como la corrupción, la violencia progresiva, la derrota, la enajenación individual, el sarcasmo y la vida metropolitana. El machismo sin culpas y la vehemencia intransigente son marcas centrales de su accionar.
En un claro regreso al tono asfixiante de Cabo de Miedo (Cape Fear, 1991), el director combina el thriller psicológico símil Vertigo (1958) de Alfred Hitchcock con un andamiaje conceptual cercano a las exploraciones sobre la demencia de la recordada Shock Corridor (1963) de Samuel Fuller. Por momentos haciendo uso de la típica ambientación del horror clase B, el film propone una primera hora orientada al suspenso de entorno cerrado para luego paulatinamente girar, a partir de su segunda mitad, hacia un misterio muy lúgubre con profundas raíces psicóticas. Al igual que en Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002), El Aviador (The Aviator, 2004) y Los Infiltrados (The Departed, 2006), Leonardo DiCaprio vuelve a protagonizar una historia ambiciosa en donde la identidad, el hambre de poder, el remordimiento y los conflictos entrecruzados son los ejes principales.
El excelente guión de Laeta Kalogridis está basado en la novela homónima de Dennis Lehane, el mismo de Río Místico (Mystic River, 2003) y Desapareció Una Noche (Gone Baby Gone, 2007). La trama comienza en 1954 con el arribo del U. S. Marshal Teddy Daniels (DiCaprio) y su compañero Chuck Aule (Mark Ruffalo) al Hospital Ashecliffe, una institución mental ubicada en la Isla Shutter de la Bahía de Boston. Ambos deben investigar la enigmática desaparición de Rachel Solando (Emily Mortimer), una paciente que en el pasado ahogó a sus tres hijos y hoy se ha fugado de una habitación cerrada. Como los máximos jerarcas del lugar, los doctores John Cawley (Ben Kingsley) y Jeremiah Naehring (Max von Sydow), no expresan ánimo de cooperar con los recién llegados, Daniels de a poco aumenta la virulencia de su pesquisa y decide no revelar sus motivaciones secretas.
Los rumores que circulan acerca del establecimiento hablan de prácticas semi-nazis que abarcan desde la experimentación con psicofármacos hasta lobotomías y distintas mutilaciones del cerebro con objetivos “terapéuticos”. La obra en conjunto, más allá de la intriga y sus resortes cinematográficos, funciona como un retrato certero de la etapa más inhumana de la psiquiatría en Estados Unidos: entre 1936 y mediados de los ’50 el campo fue hegemonizado por un procedimiento inventado por el neurólogo Walter Freeman que consistía en clavar un picahielo en los conductos lagrimales del paciente para cortar las conexiones entre el lóbulo frontal y el resto del cerebro. Precisamente esta variación de un método atroz se abre camino a lo largo del metraje como un fantasma espantoso que encontramos empardado con los campos de concentración y el despotismo de los médicos.
Si bien la química del elenco y la fotografía de Robert Richardson son puntos admirables, sin dudas aquí la música se roba la función a través de una manipulación intrusiva a la Bernard Herrmann: el realizador se reunió con su colaborador habitual Robbie Robertson de The Band y juntos crearon un soundtrack con material previamente grabado. El resultado es una de las piezas más memorables de los últimos tiempos, una fascinante articulación entre imágenes y melodías. La escena inicial, el travelling del fusilamiento y la toma final son detalles exquisitos: se puede “vivir como un monstruo o morir como un hombre decente”. Debido a que la frontera que separa a los facultativos de los enfermos es minúscula, no está de más la exhortación del cartel colgado a la entrada del manicomio. No vaya a ser que el régimen vigente se de vuelta y nadie pueda diferenciar quién es quién…