Esclavo del delirio.
En el campo de las películas decepcionantes sobre temáticas que daban para mucho más, La Jugada Maestra (Pawn Sacrifice, 2014) definitivamente lleva la bandera porque la prolijidad del director Edward Zwick no alcanza para ocultar que estamos ante otra biopic que hace uso y abuso del costado menos luminoso del protagonista de turno, una suerte de “herramienta formal” entre fatua y sensacionalista que podemos rastrear hasta Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), aquella obra maestra de Martin Scorsese que -mal que pese- influyó muy negativamente en los retratos cinematográficos de viejas glorias (no siempre la estela de los prodigios resulta gratificante, más allá de los méritos específicos de cada opus en su contexto). Hoy le toca a Bobby Fischer ser el núcleo de un relato que parece ponderar más su paranoia anticomunista y antihebrea que el ajedrez que lo hizo famoso en todo el globo.
A pesar de las buenas intenciones y el tono aguerrido detrás de la interpretación de Tobey Maguire, quien encarna al norteamericano desde la adolescencia hasta el recordado Campeonato Mundial de 1972 contra Boris Spassky (el período central que cubre el film), el guión monocromático de Steven Knight termina jugándole en contra a una propuesta que podría haber balanceado las distintas facetas de Fischer sin necesariamente resaltar en cada una de las escenas que su entorno no supo cómo impedir el deterioro psicológico gradual, prefiriendo soportar su arrogancia y caprichos por “amor al arte” o en pos de usufructuar con las competencias. Subsanando en parte las torpezas en torno al viaje en espiral del protagonista, junto a su representante Paul Marshall (Michael Stuhlbarg) y su colega Bill Lombardy (Peter Sarsgaard), la trama sí conjuga con inteligencia el ABC de la Guerra Fría.
Si bien la película no profundiza en la estratagema política del enfrentamiento entre Fischer y Spassky, por lo menos se esmera en examinar sutilmente las repercusiones en los jugadores -a nivel individual/ íntimo- de la rivalidad polimorfa entre Estados Unidos y el bloque soviético, el telón de fondo en el ascenso del ajedrez a la primera plana de la manipulación ideológica y la altanería como mecanismo de supresión discursiva del “otro”. De hecho, la efusividad de Maguire encuentra su contraparte en la quietud que enmarca al maravilloso desempeño de Liev Schreiber como Spassky: ambos fueron títeres de sus respectivos países y hasta pueden ser leídos como ejemplos paradigmáticos de la imagen que las administraciones del momento pretendían vender al público más vasto (hablamos de aquella soberbia ausente e incontrolable por un lado y de la imperturbabilidad por el otro).
Recién durante el desenlace tenemos una mínima variación dramática pero ya es demasiado tarde, debido a que la repetición anuló toda posibilidad de sorpresa en base a las idas y vueltas cognitivas del pobre Bobby, a quien -para colmo- no se le concede la amplitud narrativa que podría haber aportado un ámbito profesional mejor desarrollado (dentro de una historia con muchas imprecisiones y poco análisis del ajedrez, el antihéroe se mueve como un esclavo de sus propios delirios y a veces como un alienado que se alejó de todos, incluyendo a su familia y allegados). La Jugada Maestra cae en el atolladero de tantas realizaciones similares porque está repleta de lagunas fácticas y no va más allá de la fábula del “genio torturado”, siempre a la espera de que la figura en sí otorgue casi de manera automática ese encanto que debería ser construido por los responsables detrás de cámaras…