Un musical, un cataclismo
Hace años que los intentos de revivir el musical caen en saco roto. Llámese Moulin Rouge, Chicago o Los miserables, los excesos de grandilocuencia, así como la recarga de artificios y la impostada importancia de estas producciones llevaban a que se convirtieran de a ratos en alardes técnicos y en grandes e impersonales despliegues, en los que se olvidaban y quedaban en el debe elementos fundamentales de clásicos de la talla de Siete novias para siete hermanos, Brindis al amor o Un día en Nueva York: el encanto y la pasión por hacer cine, de sacar a bailar a los personajes y de contaminar a la audiencia con esa energía.
Sólo películas sin muchas pretensiones, como Mamma Mia o Hairspray (y en especial esta última, la de 2007), con su desenvoltura y su falta de miedo al ridículo, dieron con la tecla para revivir ese espíritu contagioso. Más cerca en el tiempo, tan sólo hace falta animarse a dar el paso hacia Bollywood para descubrir que el musical está más vivo que nunca y que nadie ha recibido ese burbujeante legado mejor que cineastas indios como Farah Khan, Sanjay Leela Bhansali o Farhan Akhtar.
Ahora bien, cierto es que mucha gente al musical no se lo traga, aunque se lo faciliten con aperitivos, elogios y galardones varios, y no hay mucho que pueda hacerse al respecto. Quizá solamente el género de terror sea tan rechazado –y tan amado– como el musical.
Pero algunas veces, y cada tanto, aparecen obras capaces de deslumbrar incluso a los más apáticos e incrédulos. Si Kill Bill en su momento maravilló a gente que jamás se hubiese acercado al cine de samuráis, de artes marciales o al animé, La La Land es capaz de oficiar de vehículo (y lo hace) para que muchos se interesen y apasionen por el jazz, las otras películas de Damien Chazelle o, simple y llanamente, por el cine musical.
Porque la principal baza de su propuesta es esa: la pasión, el absoluto convencimiento de contar con una historia digna de ser trasmitida y de sensaciones que claman a gritos por salir. Nadie podría poner en duda esto: existiendo tanto cine impersonal en el mundo, que aparezca un muchacho joven y enérgico, un melómano cinéfilo, un obsesivo de las formas y los detalles dispuesto a tomar al toro de Hollywood por las astas, subirse a su lomo y redirigirlo en la dirección que a él se le canta es un bienvenido cataclismo hecho cine. Uno que, además, parece creer en la nostalgia al mismo tiempo que explora nuevas formas.
La La Land comienza como un musical clásico, uno que, además, carece de conflictos y presenta una historia de amor aparentemente inocua, quizá hasta superficial. Pero las apariencias engañan, Chazelle nos endulza con bellas imágenes y nos lleva del pescuezo para confrontarnos a un drama tan duro como la vida misma, imponiendo la clase de problemas que carecen de solución y que marcan a fuego internamente a las personas. Con un desenlace inesperado y único en su especie, un último tema resignifica el resto de la película, le agrega una nota de pathos rioplatense (aunque no suene ni un solo bandoneón, nunca un musical hollywoodense fue tan tanguero) y, al mismo tiempo, nos lleva a asimilar en el propio cuerpo esa mezcla de sentimientos que tanto en su concepción como en su ejecución trae aparejado el jazz.
La La Land podría no llevarse el Oscar a mejor película. Pero Chazelle viene arrasando, y marcando sus sentidas muescas en la historia del cine.