El revoltijo por el revoltijo en sí
El poderío formal y la riqueza de ideas que Damien Chazelle desplegó en Whiplash (2014) se diluyen en La La Land (2016) hasta niveles insospechados, una película muy poco inspirada que pretende hacer de la técnica del “cortar y pegar” su mayor fortaleza pero sin molestarse en definir un criterio unificador que apuntale y justifique sus anhelos…
Sinceramente La La Land (2016) rankea como uno de los films más decepcionantes de los últimos meses, un cocoliche conservador y redundante que se ubica a mitad de camino entre el musical hollywoodense clásico, ese en el que los puntos centrales de la historia estaban homologados a los segmentos cantados, y el musical posmoderno, el cual reducía esas mismas escenas a meros detalles ilustrativos frente a la amalgama de la realidad y sus incertidumbres. Ahora bien, el nuevo opus del cineasta Damien Chazelle no sólo no logra que ambas vertientes funcionen en armonía (el clasicismo de derecha de aquellas propuestas muy erráticas de la primera mitad del siglo pasado y la renovación volcada a la izquierda que impuso el enorme Bob Fosse), sino que asimismo la obra recurre a todos los estereotipos de cada caso en una ensalada sin pies ni cabeza que pretende hermanar las canciones bobaliconas de siempre de cartón pintado con el jazz más polivalente -en sintonía con los proto musicales de fines de la década del 20 y principios de la del 30- que tanto habíamos disfrutado en Whiplash (2014), el más que interesante trabajo previo del director.
Todo comienza con una típica secuencia seudo irónica -en consonancia con los “grandes problemas” que atraviesan los burgueses contemporáneos con sus autitos- centrada en un embotellamiento en una autopista, lo que por supuesto deriva en una canción y una coreografía dignas de un reality show de canto, similar a esos que pululaban en la televisión norteamericana y la local hasta no hace mucho tiempo. Luego el asunto muta en un cuento romántico con la ciudad de Los Ángeles de fondo y las esperables/ infaltables alusiones a esa supuesta inocencia del pasado de la industria, los sueños de independencia de los artistas, las ansias de éxito y el hecho de que la senda hacia la cumbre está pavimentada de dolor y anhelos frustrados… o algo así, porque aquí la entonación es muy light y de alguna forma todos obtienen lo que quieren. El señor es Sebastian (Ryan Gosling) y la señorita es Mia (Emma Stone), una pareja con química pero condenada a flotar sin rumbo en un relato almidonado y demasiado cursi que mezcla una especie de convalidación del mainstream con una crítica muy leve, en todo momento cercana a una ingenuidad algo forzada y baladí.
A lo largo de la realización se sienten en los huesos los 128 minutos de metraje y no ayuda demasiado que al pop del inicio lo releve un surtido de composiciones orquestales, canciones vía piano y otras tantas a cappella, un combo que desea ser funcional a las buenas intenciones de la trama. Mientras que el personaje de Gosling es un obseso del jazz que trabaja de pianista en eventos varios por monedas y cuyo sueño pasa por abrir su propio bar/ reducto melómano, ella es la encargada de tomar los pedidos en la cafetería de un estudio y va a castings de manera compulsiva, al tiempo que procura convertirse en dramaturga y estrenar su unipersonal en un teatro. El guión del propio Chazelle pretende mostrarlos como “opuestos que se atraen” aunque la tendencia a alargar los momentos y a apelar a los clichés de la fama y los facilismos románticos atentan contra el fluir narrativo. Así como el pop no pega con el jazz, el musical tradicional no calza con el posmoderno y las sonseras del corazón se pierden en el egoísmo de Los Ángeles, del mismo modo el revoltijo de las alegrías y tristezas cotidianas necesita de un contexto mucho más kitsch y valiente para unificarse con éxito con las disrupciones oníricas recurrentes de la propuesta.
Por suerte podemos afirmar que a pesar del desbalance interno y una indecisión formal que roza en la cobardía (aquí se pretende dejar a “todos” contentos: a los adeptos a las obras ñoñas y predecibles que hacen un culto al pasado acrítico del Hollywood pre década del 60 y a los que gustan del cancherismo autoindulgente de los 80 a nuestros días), la película incluye un puñado de escenas correctas apuntaladas en el carisma de Gosling (Stone cae unos cuantos escalones debajo y vale decir que la participación de John Legend -a su vez- los pone en vergüenza a ambos en materia vocal). Entre el homenaje poco inspirado al arte y el retrato simplista de todos esos sacrificios que reclama el hecho de entregarse al lirismo de la cultura antes que a la mundanidad del trabajo, La La Land se mete en terreno que ha sido recorrido hasta el hartazgo y con mejores resultados; pensemos en Todos Dicen Te Quiero (Everyone Says I Love You, 1996) de Woody Allen, una figura omnipresente en los diálogos entre la pareja y en el esquema nostálgico de la faena, como si el mimetismo garantizase siempre el triunfo. Hoy Chazelle no cuenta con la convicción y el pulso que demostró en la muy superior Whiplash y así se ubica en una medianía a pura indiferencia…