La La Land es un clásico musical hollywoodense con dos angelinos de grandes sueños: Mia (Emma Stone), aspirante a actriz y dramaturga, y Seb (Ryan Gosling), un pianista de jazz con una intensa inclinación por el (mejor) pasado. Su posesión más preciada es un taburete usado por Hoagy Carmichael, en el que a nadie puede sentarse. Escucha vinilos y sueña con abrir su propio club, un club donde se toque “puro jazz”. Seb se niega a salir con mujeres que no les gusta el jazz (un lujo que alguien que luce como Gosling puede darse). Es blanco y quiere salvar al jazz, y eso es lo primero que hace ruido en La La Land del director Damien Chazelle (Whiplash, 2014) que de la misma manera que Seb se ha propuesto salvar a los viejos musicales.
Posicionar a Seb como el salvador blanco del jazz mientras se relega a los músicos negros al fondo de la escena es -al menos- injusto. Tal vez sea parte de la irrealidad en la que el film transcurre. Irrealidad que es bienvenida y que forma parte del canon de cualquier musical, la pretensión de realidad -así como la incredulidad- se debe dejar fuera de la sala.
Un gran musical debe sostenerse en tres patas: las canciones, las interpretaciones y el subtexto de la historia. La La Land no es un gran musical. Las canciones no son memorables, “City of Stars” es pegadiza y nada más. Gosling y Stone son muy buenos actores, que no pueden cantar ni bailar, no pedimos a Gene Kelly ni a Ginger Rogers, pero interpretar en un musical es un conjunto que comprende esas tres artes, actuar, bailar y cantar. Esto se hace palpable cuando en la película canta Keith (John Legend) un cantante de verdad. Y por último la historia no tiene subtexto, es lastimosamente una historia de “amor” frustrada por la ambición de sus protagonistas que dejan la sensación de haberse usado durante un periodo de vacas flacas para perder interés en el otro apenas las cosas le fuesen mejor. Los egos por encima de cualquier conexión emocional. Sin dudas La La Land ganará muchos Oscars, ya que los actores y gente de la industria verán reflejados sus enormes egos en pantalla.
El gusto musical se ha utilizado durante mucho tiempo como un punto significante en busca de cierta profundidad emocional de un personaje, un cliché -a esta altura- que ya vimos en Alta Fidelidad (2000) y 500 días con ella (2009). Gosling -cuando actúa- eleva su papel hacia una interpretación con más capas, Seb resulta (tal vez por la impericia del guión) un personaje misterioso que no podemos descifrar completamente. Pero no termina de escaparle al estereotipo de personajes como Tom en 500 Días con ella o Andrew en Garden State (2004) particularmente en la relación con otro estereotipo, la manic pixie dream girl, en este caso Mia, antes Summer (Zooey Deschanel) o Sam (Natalie Portman).
Los atardeceres de La La Land son un personaje más en el film, y parecen justificar un propósito temático además de estético; una serie de puestas de sol metafóricas, así como literales. Chazelle cree que los artistas deben seguir su pasión donde quiera que los lleve, simplemente porque si no haces lo que realmente amas nunca serás feliz. La La Land convive con esa visión agridulce donde todo termina: los romances, los sueños, el jazz, el cine como experiencia colectiva (El cine Rialto cierra y la copia de Rebelde sin Causa se quema), e incluso el género que habita. Como los atardeceres, estas cosas no duran, tal vez por que la belleza es endémicamente efímera.