La La Land: Música para mitigar las ansias.
"Solemos llamar destino a todo lo que limita nuestro poder", decía Emerson, y tan errado no iba el hombre, porque al elegir estamos sujetos a esas decisiones y sus consecuencias, las cuales pueden no darnos todo lo que deseamos, solo, tal vez lo que más ansiamos.
El recorrido que iniciamos con Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone) es una suerte de declaración de hechos que se nos muestra de la manera más dulce, a través del musical, vieja gloria de las tablas americanas que supo ser la mimada de la industria del cine, a la cual evoca con homenajes que maravillan como el comentado Los Paraguas de Chesburgo (Jacques Demy – 1964) o West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins – 1961), pero que en definitiva posee solo la remota añoranza de ellos, algo que el director parece querer generar para así contar una historia en que el amor no es siempre lo que creemos.
Ella vende café en una tienda en los estudios de filmación, el sitio más cercano que ha conseguido, hasta hoy, para ser parte de todo ello como actriz. Una joven que, audición tras otra, parece ir desencantándose con la idea. Una joven que de a poco comprende que no todo será como en una bella película. Mientras que él es un sabueso que persigue el sueño a fuerza de creer que lo imposible no es tal, que solo es cuestión de esfuerzo y planes. Ambos se cruzaran, parecen destinados a eso, si se considera especial que un músico de jazz, chapado a la antigua, amante de Miles Davis y la actriz en busca de un futuro en el medio, no fueran a hacerlo en las calles de Los Ángeles. Se cruzan, decíamos, en la escena de apertura del film, una de las más bellas que recuerdo en un musical, donde en una larga escena vemos a una masa de automovilistas que, varados en un embotellamiento de autopista, cantan a sus sueños y a la persecución de ellos. Y aunque el relato da inicio con una ríspida mirada, terminará en una historia de amor. Somos testigos del nacimiento y la consumación de lo anhelado, que no siempre es lo que esperamos. Ponen el intento en algo que tal vez no es lo primordial. Damien Chazelle, que tanto nos maravillara con Whiplash en 2014, ganadora tres premios de la academia, hace de esta historia un alegato a lo que decidimos como nuestro futuro, uno que somos conscientes de haber elegido y que aunque a veces duela y rompa, asumimos.
Son ellos el uno para el otro, como un amor cortoplacista que los adormecerá por un momento de sus frustrados deseos, como si depositaran el eros en lugar seguro hasta conseguirle el sitio para el que se lo estuvo preparando. Qué es el amor sino una prolongación de nuestras ambiciones, puras, tiernas y furiosas. Hace, de uno y del otro, la vasija que los contiene. Quizás por eso divida la historia en dos y hace que la primera parte concluya con ese vals en las estrellas. Han llegado a la cúspide que cada uno puede dar de sí en una historia de amor. Y es entonces, con menos cuadros de baile y música que los contenedores de resquebrajarán, porque no se debe guardar anhelos viejos en vasijas nuevas.
Emma Stone y Ryan Gosling componen un dúo protagónico con tan buen tino que hacen que sus momentos musicales suenen con mucha más naturalidad que la deseada en muchos otros (como nos ocurrió con Les Misérables – 2012 Tom Hooper) y eso es gracias también al excelente trabajo de Justin Hurwitz. El autor logra que las canciones sumen a las escenas, como una prolongación emocional del estado de los personajes. ¿Seríamos capaces de romper para alcanzar? Es imposible que, como en todo tránsito hacia la consumación, no se tenga que abandonar lo que podría ser lastre. Y no hablamos del amor, sino justamente a quien se lo dedicamos.