El ser humano perfecto.
Dentro de lo que podríamos denominar la historia de las adaptaciones cinematográficas de Tarzán, el famoso personaje creado por Edgar Rice Burroughs en 1912, debemos identificar dos períodos bien marcados: mientras que durante la primera mitad del siglo XX las traslaciones se alejaron de los orígenes aristocráticos del susodicho y enfatizaron su carácter primitivo (hablamos de los opus protagonizados por Johnny Weissmuller y una infinidad de imitadores circunstanciales), desde las décadas del 50 y 60 hasta nuestros días se fueron restableciendo de manera progresiva algunos de los elementos inaugurales de las más de veinte novelas de Burroughs sobre el “hombre mono” (en esencia se dejaron de lado los detalles más pueriles de antaño y se comenzó a hacer foco en la paradoja intrínseca del personaje, en el que conviven la humanidad privilegiada y una naturaleza llevada al límite).
La otra gran diferencia la hallamos en los relatos en sí, ya que en la primera etapa primó la estructura serial y en la segunda dominaron los unitarios que pretendían sintetizar el desarrollo estándar del protagonista en un único film. La Leyenda de Tarzán (The Legend of Tarzan, 2016) condensa aún más la historia y ofrece flashbacks de la niñez del personaje -y su crianza en la jungla- para concentrarse a nivel narrativo en ese segundo acto que conocemos de memoria, cuando vuelve a la Gran Bretaña que lo vio nacer, pasa un tiempo rodeado de la hipocresía de la civilización y eventualmente decide regresar a África para reencontrarse con los suyos. Si bien este esquema es apenas el disparador para un planteo ideológico interesante acerca del colonialismo europeo y su predilección por la esclavitud y el latrocinio, a decir verdad la propuesta arrastra todos los vicios formales de nuestra época.
Aquí la excusa para la vuelta a la selva viene a colación de un viaje en pos de chequear las barbaridades que la monarquía belga lleva a cabo en el Congo con el objetivo de rapiñar los diamantes del territorio. Hoy el villano de turno, Léon Rom (Christoph Waltz), engaña a Tarzán (Alexander Skarsgård) para que retorne al “continente oscuro” como invitado del Rey Leopoldo II, con el propósito de entregarlo al jefe tribal Mbonga (Djimon Hounsou), quien a su vez tiene una cuenta pendiente con el protagonista. Más allá de las buenas intenciones y el afán por recuperar temáticas subyacentes a la epopeya de Burroughs, como la crueldad humana y la destrucción de la naturaleza, la película tiende a privilegiar el facilismo de las aventuras, la verborragia y los secundarios obtusos, como el interpretado por Samuel L. Jackson, por sobre cualquier análisis de la psicología del personaje principal.
De hecho, la que se roba el show es Margot Robbie, una actriz que compone con aplomo e inteligencia a Jane, la esposa de Tarzán, en esta ocasión una suerte de pretexto narrativo complementario que pasa a primer plano (promediando la trama, Rom la secuestra para “incentivar” a Tarzán a que lo siga hacia las garras de Mbonga). Skarsgård, por su parte, cumple dignamente en su rol pero a veces se lo siente algo perdido en medio de un guión demasiado superficial a cargo de Adam Cozad y Craig Brewer. El director David Yates hace exactamente lo mismo que hizo en los últimos capítulos de la saga del palurdo de Harry Potter, a saber: por momentos el británico satura la pantalla con una catarata de CGI de plástico para los animales, travellings innecesarios, un esteticismo muy sobrecargado y muchas escenas de acción que se debaten entre la celeridad y la cámara lenta más burda.
Tomando elementos de la superior Greystoke: La Leyenda de Tarzán, el Rey de los Monos (Greystoke: The Legend of Tarzan, Lord of the Apes, 1984), la obra no se decide entre ser un exponente ochentoso de acción, un opus de aventuras en tierras inhóspitas o un mamotreto de superhéroes. En este sentido, basta con presenciar las proezas físicas de este nuevo Tarzán para de inmediato homologarlo a cualquier ejemplo de los muchachos y muchachas en calzas ajustadas de los últimos años, circunstancia que lamentablemente nos aleja de lo que podría haber sido una adaptación más realista y nos acerca en parte a esa infantilización contemporánea que pregona el mainstream. El gran problema de la película se reduce a su idiosincrasia dubitativa/ confusa, siempre combinando lo que sería el ideal del ser humano perfecto, el animalizado, con la pomposidad visual más grotesca y frívola…