A poco más de 100 años de ser creado por el escritor Edgar Rice Burroughs, Tarzán nunca precisó de lianas para mantenerse en lo más alto de la cultura popular. El cine contribuyó de manera decisiva para que eso sucediera. Durante los últimos tiempos no tuvo demasiada participación pero siempre estuvo ahí, camuflado entre otros íconos como entre el follaje de la jungla. Al siglo XXI le estaba faltando una nueva versión del personaje, y La Leyenda de Tarzán llegó para ocupar ese espacio.
Es 1890, y el otrora Rey de los Monos (Alexander Skarsgård) es John Clayton III, Lord Greystoke, el rol que le correspondía de nacimiento, antes de que sus padres quedaran varados en el Congo y fuera criado por gorilas. Aunque debe convivir con su historia, con su leyenda, está determinado a seguir abrazando su nueva vida en la civilización, bebiendo té y recorriendo sus aposentos junto a su amada Jane (Margot Robbie). Pero surgirá la oportunidad de volver a aquellas peligrosas tierras, en calidad de representante británico del Parlamento. Lo acompañan Jane y George Washington Williams (Samuel L. Jackson), estadounidense veterano de la Guerra Civil, en busca de supervisar la situación de esclavismo por parte de los colonos. El emotivo reencuentro con nativos y mamíferos será breve: pronto descubre que lo estaba esperando Léon Rom (Christoph Waltz), cruel emisario del Rey Leopoldo II de Bélgica, responsable de un plan que incluye entrega, revancha y explotación de los recursos naturales. Lord Greystoke deberá volver a ser Tarzán para salvar a todo lo que ama.
Esta nueva encarnación mezcla, de manera satisfactoria, la impronta de las películas estelarizados por Johnny Weissmüller y la de Greystoke: La Leyenda de Tarzán, el Rey de los Monos. Por un lado, aventura, peligro, romance, humor, emoción. Por otro, realismo e introspección cercanas a las de Christopher Lambert en el largometraje de Hugh Hudson. Al igual que en sus telefilms para la BBC y en las andanzas de Harry Potter que dirigió, David Yates le suma elementos de intriga política; presenta los estragos ocasionados por la ambición y la codicia de los monarcas europeos durante sus incursiones africanas, que incluyen la esclavitud de las tribus y el comercio de marfil.
Ya desde el argumento se incorpora el impacto de la historia de Tarzán (hasta algunos de los personajes recuerdan la famosa frase “Yo Tarzán, tú Jane”), pero más allá de los guiños para conocedores, evita el homenaje puro y duro y la nostalgia estratégica. De hecho, no cuenta todo otra vez desde cero y sólo recurre a calculados y logrados flashbacks, a modo de recuerdos del protagonista.
Los animales son esenciales en estas producciones. Los Tarzanes anteriores interactuaban con fieras de verdad, aunque algunos simios solían ser personas disfrazadas. Ahora, en sintonía con el cine de Hollywood actual, todas las criaturas son digitales. Lejos del abuso del CGI, los efectos especiales se concentran aquí, ya que los deslumbrantes parajes de África son reales y el estilo de Yates sigue siendo mayormente artesanal, de la vieja escuela.
Alexander Skarsgård es creíble desde lo físico a la hora de correr, saltar y luchar, y también como un individuo que se debate entre su costado salvaje y su rol de aristócrata. Por su parte, Margot Robbie también compone a una Jane distinta a las de antaño; ya no es una damisela asustadiza sino una mujer temeraria y audaz, que no se deja intimidar por la amenaza. Justamente el enemigo de turno viene representado por Christoph Waltz, quien sigue engrosando su lista personal de villanos elegantes aunque por momentos explosivos. Samuel L. Jackson aporta elementos cómicos, pero no deja de darle a George Washington Williams un aire comprometido y torturado por su pasado. El menos aprovechado es Djimon Hounsou, como el vengativo jefe de una tribu.
Aun con sus imperfecciones (una interesante subtrama queda resuelta de modo rápido y desprolijo), La Leyenda de Tarzán es un espectáculo vibrante, con un acertado balance entre escenas intimistas y secuencias impactantes. Una nueva y fresca mirada sobre un ídolo eterno.