La familia está completa
Sinceramente La Masacre de Texas (Leatherface, 2017) resulta toda una sorpresa porque el equipo conformado por el guionista Seth M. Sherwood y los directores Alexandre Bustillo y Julien Maury logra construir la que sin duda podemos definir como la mejor entrega en muchísimo tiempo de la franquicia iniciada con la mítica Masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974). La propuesta no sólo supera a la horrenda remake del 2003 y su secuela del 2006, ambas producidas por el paparulo de Michael Bay, sino también a la posterior Masacre en Texas: Herencia Maldita (Texas Chainsaw 3D, 2013) y a casi todas las continuaciones de la película original correspondientes a las décadas del 80 y 90. Parte del encanto de la obra en cuestión tiene que ver con el hecho de que se aleja de la arquitectura del slasher para ofrecer en cambio una road movie basada en revanchas familiares entrecruzadas y un influjo clase B que en este caso ayuda mucho a la “incorrección política” de la realización.
Otro detalle que aporta un soplo de aire fresco es la presencia de dos héroes del indie y el under bizarro -más diversas aventuras en el mainstream- como Stephen Dorff y Lili Taylor, intérpretes con una extraordinaria personalidad propia que complementa el meritorio desempeño del cast juvenil. Como decíamos anteriormente, ahora la historia en esencia se centra en el enfrentamiento entre el Sheriff Hal Hartman (Dorff) y Verna (Taylor), la matriarca del clan homicida protagónico, los Sawyer: éstos últimos “se cargan” a la hija del primero y así el representante de la ley, un hombre sádico y corrupto de por sí, consigue enviar al vástago más pequeño de la familia, Jedidiah (Boris Kabakchiev de niño), a un reformatorio como venganza. El hilo conductor narrativo pasa por el escape -diez años después- de un grupito de internos de la institución mental de turno, dirigida por el Doctor Lang (Christopher Adamson), un psiquiatra brutal y despótico adepto a los electroshocks.
De hecho, es luego de una convulsionada visita de Verna, a quien se le niega poder ver a un Jedidiah ya adolescente a pesar de tener una orden judicial, cuando se desencadena una revuelta que deriva en la hermosa masacre de los monigotes de seguridad y de algún que otro paciente, producto de la cual la enfermera novel Elizabeth White (Vanessa Grasse) corre peligro de ser violada/ asesinada. Pronto la mujer es rescatada por Jackson (Sam Strike), un paciente, pero ambos a la salida del nosocomio son tomados como rehenes por una parejita de psicóticos en plena huida, Ike (James Bloor) y Clarice (Jessica Madsen), quienes a su vez levantan al grandote y algo autista Bud (Sam Coleman), otro enajenado que viene de reventarle la cabeza al Doctor Lang contra la ventana de su despacho. Entre un sangriento robo en un restaurant y una sesión de sexo necrofílico entre la pareja y un cadáver que encuentran en una casa rodante, de a poco aparecen los conflictos en el grupo.
La película demuestra dinamismo y una gran astucia al jugar al mismo tiempo con la fuga de esta pandilla improvisada, con el suspenso en torno a quién de todos los muchachos es Jedidiah, con los decesos de los pobres tontos que se cruzan en su camino, con la pesquisa de Verna en pos de hallar al susodicho y con la obsesión del fascista de Hartman con cazar a los fugitivos cual animales rabiosos, fusilándolos de inmediato. Numerosos son los ingredientes que quiebran la pedantería moral, los clichés, el feminismo trasnochado y el sustrato higiénico de buena parte del terror contemporáneo: aquí los representantes del estado son unos cerdos crueles y egoístas a los que no les importa nada más allá de ellos mismos, los locos son individuos traumatizados que se vuelcan al anarquismo o a tratar de conseguir algo de afecto que compense años de tortura psicológica y hogares sustitutos, las familias son entes cerrados que habilitan divertirse con el asesinato festivo, y finalmente el personaje que vendría a ser la víctima/ scream queen principal, la enfermera White, es una burguesa boba que la va de “correctita” pero vive cometiendo errores groseros a lo largo del viaje, sobre todo sin saber quiénes son sus verdaderos amigos y quiénes sus enemigos.
En vez de la violencia estandarizada e inocua de las entregas anteriores de la franquicia, La Masacre de Texas apuesta en cambio a chispazos precisos de odio y éxtasis que se condicen con la idiosincrasia de cada uno de los personajes, logrando que la sensualidad de las muertes y su motivación de fondo queden de manera permanente en primer plano a nivel retórico. Bustillo y Maury, recordados especialmente por la maravillosa Inside (À l’Intérieur, 2007) aunque autores también de un par de propuestas relativamente dignas, Livid (Livide, 2011) y Among the Living (Aux Yeux des Vivants, 2014), se sumergen en el gore símil bajo presupuesto y una efusividad ochentosa para sacudir la estantería de la saga y girarla hacia un derrotero de reconstrucción familiar, periplo que en términos prácticos funciona como una precuela de la obra maestra original de Tobe Hooper y una suerte de “historia de vida” del gran protagonista de la serie de films, ese muchacho de la motosierra cuyo apodo le da el título al opus que nos ocupa. A partir de buenas actuaciones, una trama muy bien llevada y una fotografía eficaz en serio, la imprevista catarata de excesos de La Masacre de Texas termina siendo lo mejor que le pasó en décadas a las continuaciones del cine de horror en general…