El año es 1982, faltan apenas unas semanas para que comience la Guerra de las Malvinas y la dictadura argentina ya se viene cobrando cerca de 30 mil víctimas. También atraviesa sus últimos estertores, pero mientras aún se mantiene, la rigidez, la solemnidad vacía, el control y la vigilancia –ya fuese real o una mera ilusión reproducida en el imaginario colectivo- son la constante. Prácticamente no hay espacio para la creatividad, para las pulsiones vitales, para la risa. Es así que un universo marcial, de dominación vertical y en el cual el mayor valor reconocido es la disciplina, también significa un sinfín de micro-infiernos institucionales.
Ciencias Morales es el nombre de la novela de Martín Kohan en la que se basa esta película; Ciencias Morales es también el nombre que tenía el prestigioso colegio conocido hoy como “Nacional Buenos Aires”, que se ubica a una cuadra y media de la Plaza de Mayo. De la mano de Foucault y con una diabólica impronta hanekiana –una mirada austera y distante, con personajes parcos, hieráticos y de retorcidos contornos psicológicos- el oscuro y sofocante colegio es presentado como un exponente de dominación social, un ámbito regido por un sistema implacable de faltas y sanciones, en el cual un botón desabrochado, el pelo crecido un centímetro de más o tomar mal la distancia en la fila deriva en una retahíla de broncas y reprimendas.
Marita (la brillantísima Julieta Sylberberg, que ya se había lucido en La niña santa de Lucrecia Martel) es el último eslabón de una nefasta cadena represiva. También el más débil, el más expuesto y, quizá, el más maleable. Es la preceptora –en la jerga normal y ajena a tanta majadería militar, bedel, o adscripta- encargada de vigilar, de imponer su “mirada invisible” en dirección a cualquier falta que pudiera acontecer en sus inmediaciones. Así, besos encubiertos, comentarios fuera de lugar, una pelea entre estudiantes son inmediatamente denunciadas a sus superiores. Fumar en los baños puede ser un atrevimiento intolerable, el germen de la sedición inoculado en una juventud descarriada; como tal, debe ser amputado de raíz y corregido inmediatamente. Como la Isabelle Huppert de La profesora de piano de Haneke, Marita -aún virgen a los veintitrés años- comienza a desarrollar un morbo que la lleva a esconderse en los baños –con la excusa de la vigilancia- para fisgonear a los adolescentes entre olores nauseabundos. La mirada invisible, así, se ve subvertida en una actitud de control abusivo, producto de una sexualidad mutilada.
La atmósfera es perfecta. Rígidas y opacas estructuras arquitectónicas se condicen con el miedo febril y el aburrimiento establecido. Una banda sonora eventual, sutil e in crescendo acentúa con fuerza las superficies dramáticas. El final, despegado del que había en la novela original, inesperado y catártico, es perfectamente coherente con el universo presentado, y funciona como una suerte de alivio para el espectador. Es parte de esas agradables licencias que se puede permitir el cine, pero que, sabemos, difícilmente podrían haber tenido lugar en un momento histórico en el cual el miedo paralizaba a casi todos. Y unas últimas imágenes de archivo, con el militar Galtieri en un balcón y una multitud enardecida festejando la recuperación de las Islas Malvinas es inmensamente elocuente sobre ese nacionalismo y ese fascismo cotidiano que supo avalar tanto horror, y que aún sabe estar presente en algunas capas de la sociedad argentina.