El convento de la corrupción
James Wan sigue convenciendo a la Warner Bros. de sacar más productos derivados de El Conjuro (The Conjuring, 2013) y su secuela del 2016, lo que viene a reconfirmar que el terror continúa siendo un género que soporta muy bien presupuestos ínfimos y la ausencia de estrellas y que suele generar ganancias más que interesantes incluso en un contexto internacional como el actual de mercados deprimidos para films tanto del indie como del mainstream. Está quinta entrega de la franquicia, luego además de los dos capítulos de 2014 y 2017 centrados en la muñeca Annabelle, es a la vez un spin-off, porque literalmente el villano de la segunda parte de El Conjuro pasa a ser el protagonista, y una precuela ya que narra el origen de aquella monja espectral que aterrorizaba a Ed (Patrick Wilson) y Lorraine Warren (Vera Farmiga), los investigadores paranormales estrella de los dos opus originales.
La Monja (The Nun, 2018) es un producto bastante potable que acompaña el buen nivel del eslabón previo de la saga, Annabelle 2: La Creación (Annabelle: Creation, 2017) de David F. Sandberg, un profesional tan competente como el director del trabajo que nos ocupa, Corin Hardy, quien viene de entregar la también afable Los Hijos del Diablo (The Hallow, 2015). La presente obra -sin ser una maravilla- satisface las exigencias fundamentales del género desde una eficacia relativamente amena vinculada a toda esta iconografía símil clase B que emparda el exploitation con el destino masivo que sólo tienen las propuestas que cuentan con el respaldo de la maquinaria hollywoodense más gigantesca. La premisa pasa por el viaje en 1952 a la Rumanía rural de un obispo, el Padre Burke (Demián Bichir), y una novicia, la Hermana Irene (Taissa Farmiga), para investigar el suicidio de una monja.
Como era de esperar, la película está homologada a un tren fantasma en el que no se pierde tiempo con presentaciones larguísimas de personajes y se pasa rápido al meollo del asunto, el cual desde ya tiene que ver con ese demonio llamado Valak que conocimos en el film de 2016, señor cuyos principales fetiches son metamorfosearse en diversas figuras, atormentar a los incautos, pervertir a otros, encontrar un recipiente humano suficientemente digno y sobre todo travestirse para asustar mediante la apariencia de una religiosa de ultratumba. El guión vuelve a estar a cargo de Gary Dauberman, el responsable de las dos Annabelle, y una vez más ofrece la “receta Wan” para estos menesteres, un combo que evita el planteo monotemático promedio del rubro para unificar acecho, posesión, exorcismo, maldiciones, eventos paranormales, insinuaciones románticas, algo de humor y un misterio de larga data.
Tanto el mexicano Bichir como Farmiga, hermana menor de Vera, están muy bien en sus respectivos roles y lo mismo se puede decir de Jonas Bloquet, quien compone al pobre pueblerino que descubre el cadáver en cuestión y que está más que “interesado” en Irene. Por supuesto que la obra de Hardy no cuenta ni con un gramo de originalidad pero por lo menos aprovecha con inteligencia y sin sensiblerías baratas toda la parafernalia católica de turno con vistas a tensar los nervios vía sustos que no le faltan el respeto al espectador porque compensan su sustrato redundante con una atmósfera ponzoñosa que está extraída de manera explícita del cine de terror gótico de las décadas del 50, 60 y 70, generando una constante sensación de estar viendo una versión aggiornada de aquella clase B lela aunque entretenida sobre conventos que invitan a la corrupción y al espanto de la manipulación…