La monja (The Nun, 2018) no da lugar ni margen para hablar de cine. Es un nuevo ejemplo (¿y van cuántos?) de que la industria cinematográfica tiene todos sus cañones apuntando a lo económico -los “éxitos de taquilla”- y que intenta dejar de lado el simple hecho de contar historias. Muy loco, ¿no?
Pero La monja logró lo que ninguna otra película pudo: que la historia original y la parodia convivan dentro del mismo film. Y es que el universo de El Conjuro (2013) se agotó con El Conjuro. Por eso sus spin-off, especialmente este último estreno, parecen salir de otra franquicia –quizás de la saga de Scary Movie-.
Lo más rescatable de La monja es que los elementos que utiliza para generar miedo son completamente contemporáneos y novedosos. Hay exorcismos, posesiones, cruces que se invierten y se prenden fuego. Es toda la regurgitación del género en algo más de una hora y media. El show del cliché. Como si el terror se basara sólo en ruidos e imágenes sorpresivas. El impacto de la nada.
Po otro lado, la historia es extremadamente confusa. Nunca se entiende de dónde viene ni hacia dónde va. Todo arranca con el suicidio de una monja en una abadía de Rumania, en 1952, y la asignación del caso a un obispo que debe resolver el enigma. Al clérigo (Demián Bichir) se le sumarán una joven monja (Taissa Farmiga) y un carilindo pastor (Jonas Bloquet).
Se entiende que el cine es una industria, sin embargo, se puede aspirar a proyectos más estimulantes. Películas como El legado del diablo (Hereditary, 2018) y Un lugar silencioso (A Quiet Place, 2018) –dos de las bombas del año- demostraron que se pueden hacer películas que combinen la búsqueda de recaudación en la taquilla y la calidad. Claramente, La monja está muy lejos de esa realidad.