Con la descripción de una jornada entera en la vida de una mujer que intenta escapar de la chatura, el tedio y el vacío de su vida rutinaria, Javier Rebollo prosigue las búsquedas formales que había iniciado en Lo que sé de Lola y genera, otra vez, reacciones contradictorias. Como extremo ejercicio de estilo, con un elaboradísimo trabajo de cámara, el reiterado empleo del fuera de campo, los largos silencios, el protagonismo de la banda sonora, la duración de los planos fijos y el detenimiento en el detalle, su obra puede entusiasmar al cinéfilo atento a las imaginativas soluciones visuales y sonoras que el madrileño aplica, por mucho que el artificio quede al descubierto y que la austeridad y el laconismo, en este caso, tiendan a confundirse a ratos con presuntuoso exhibicionismo. Pero por las mismas razones, el film también puede aburrir, impacientar e incluso irritar a aquellos espectadores que reprueban el regodeo formal y prefieren que la atención esté puesta más en lo que se quiere narrar que en las habilidades de quien lo narra.
La apuesta de Rebollo es riesgosa. Lo es traducir el estado interior de la protagonista -el hastío producto de su soledad, su gris rutina matrimonial y laboral y su insatisfacción, sumada al acúfeno que padece, un pitido continuo que le suena en el oído-, sin que ese vacío se contagie a la platea. El minucioso retrato de un día de Rosa, que ocupa la primera parte del relato, describe acabadamente su vida insulsa y sugiere en dos o tres trazos su callado descontento. Por la noche, cuando ya su marido se ha dormido, tras la cena en silencio y el rato frente al televisor, se calza una peluca, carga una maleta y parte rumbo a una estación. Busca escapar, vivir otra vida, quizá ser otra. Su aventura sonambulesca y un poco absurda (el tono mezcla ironía con cierto humor tristón) la llevará a cruzarse con otras soledades, con prostitutas, muchachones agresivos y burócratas que parecen autómatas, y a descubrir algo de vida humana en un obrero polaco con el que entabla una única relación, fugaz y levemente conmovedora.
Rebollo hace hablar muy poco, lo indispensable, a sus personajes; prefiere que se expresen con sus cuerpos y sus acciones, y que todo lo demás lo sugieran los climas que él consigue a pura imagen y sonido. En ese sentido hay que destacar los invalorables aportes de Carmen Machi y del checo Jan Budar, los dos náufragos que se prestan algo de compañía en el deshumanizado desierto de esta Madrid nocturna y algo melancólica.