Curiosamente —o no tanto—, la dupla Eastwood/Cooper, se encontraron en la pantalla grande. Me refiero que, tras haber dejado de lado el proyecto como director de A star is Born (2018), Clint Eastwood eligió como co-protagonista al que fue finalmente el realizador de ese proyecto que le quedó trunco. Nos referimos a Bradley Cooper, quién, como todos sabemos, también fue protagonista de esa película (Nace una estrella) junto a Lady Gaga.
Clint Eastwood vuelve a ponerse detrás y delante de la cámara, y lo hace con una solvencia y magnetismo —tanto de un lado como del otro— que lo convierten en uno de los directores más importantes de los últimos tiempos. Basta repasar algunas de sus obras como director: Los imperdonables (1992) —clausura total a los clásicos westerns—, Bird (1988), Río místico (2003), Million Dollar Baby (2004), El Gran Torino (2008, también como actor), Sully (2016), Cartas desde Iwo Jima (2006) e Invictus (2009), eso sin contar el haber sido, en los años 60, un icono de los Spaghetti Western —subgénero de los westerns norteamericanos producidos en Italia y España— de la mano de Sergio Leone y el mítico policía Harry Callahan que, como Harry, el sucio, fue el protagonista de cuatro secuelas. Es por eso que el mérito de Eastwood es su continua re invención, más allá de que sus películas como director poseen un leit motiv en donde el paso del tiempo, la redención y la soledad tiñen toda su obra con una pátina agridulce.
La mula (2018), su última película, no escapa a estas variables. Basada en un hecho real —aparecido en varias entregas en The New York Times—, Ear Stone, nombre ficticio de Leo Sharp, su nombre real, es una persona que ronda los 90 años y que al parecer está distanciado de todo su entorno familiar, excepto de su nieta Ginny (Taissa Farmiga) que todavía lo quiere y lo invita a su cumpleaños. Es allí en donde nos damos cuenta hasta qué punto las heridas de antaño todavía —y lejos están de hacerlo— no han cicatrizado. Su hija Iris (Allison Eastwood) no le habla, su esposa Mary (Diane Wiest) decide irse del cumpleaños de su nieta al verlo y, por lógica, él también decide irse. No es bienvenido en su círculo familiar. Años de ausencia, de desamor, de privilegiar su trabajo de horticultor de lirios por sobre aniversarios, bodas —justamente la de su propia hija— y demás eventos sociales lo han llevado a ser persona non grata.
Eso no es todo, por si fuera poco, la poderosa Internet lo ha dejado en la bancarrota. Al no poder competir con los pedidos on-line, su vivero de flores exóticas, y premiadas en cuanto concurso participa, deja de ser rentable. Sin su única fuente de trabajo y de placer, no le queda más remedio que aventurarse en otro tipo de actividad que, como siempre sucede, llega hacia él de una manera fortuita y azarosa.
A partir de entonces lo único que tiene que hacer es transportar bolsos de un lugar a otro en su destartalada camioneta. Estacionar frente a un hotel, dejar las llaves en la guantera, alejarse, hacer tiempo durante una hora y regresar. Al volver, encontrará un sobre con dinero que se irá incrementando con las siguientes entregas por el simple hecho de incrementarse también los kilos de droga transportada y, por lógica, también sube el riesgo. Aunque lejos de amilanarse, Stone redobla la apuesta y lo que iba a ser por única vez se convierte en una rutina embriagadora de viajes y sobres con dinero. Es así que pasa a ser una de las mulas más efectivas del Cartel mexicano de Sinaloa. Lo ayuda su avanzada edad, lo ayuda que nunca le hicieron una multa de tránsito, pero lo que más lo ayuda es su espíritu arriesgado por considerarse un veterano de la guerra de Corea —es digno de destacar cómo enfrenta, a sus casi 90 años, a sus patrones con la entereza y valentía que muchos ni siquiera se atreverían a pensar—. Y lejos de jactarse de su pequeña fortuna —es verdad que se da algunos gustos como una ostentosa pulsera de oro—, lo ganado lo invierte en fines altruistas: la puesta en marcha nuevamente del edificio en donde se reúnen los veteranos de guerra, la ayuda económica a su nieta en sus estudios y en levantar el embargo que pesaba sobre su vivero.
Claro que cuando algo puede salir mal, sale mal, y más cuando los envíos de droga son cada vez de mayor volumen. Esto pone sobre aviso a las autoridades federales de esa parte de los Estados Unidos. Y todo se precipita aún más cuando los integrantes de dicho Cartel, se matan entre sí por más poder y control sobre sus negocios, lo que afecta de manera radical el trato hacia El Tata —como lo apodan cariñosamente a Earl—. La amenaza es clara: los nuevos jefes del Cartel no van a permitir más desvíos de ruta, más contratiempos ni más excentricidades de su parte. Y es en estado de cosas que aparece el agente de la D.E.A. Colin Bates (Bradley Cooper) para, no solo investigar este correo ilegal y millonario que no pueden atrapar, sino para lograr algún arresto que contente a sus superiores y, de algún modo, a los canales de noticias.
Hasta aquí la trama. Hasta aquí el grueso argumentativo. Lo demás, el toque mágico lo da la figura omnipresente del gran Eastwood. Narración clásica, sin sobresaltos, lineal y sin flashback —recurso que astutamente no fue utilizado y que bien podría haber sido casi como una película paralela, pero que también podría haber resentido la homogeneidad del relato— y dirigida hacia un final que no por ser adivinado de ante mano, deja de ser efectivo. Porque nuestro antihéroe por excelencia y por naturaleza no busca redención, sino expiación por toda la culpa que ve por primera vez en medio de esas carreteras infinitas que unen dos puntos diametralmente opuestos: la miseria y la opulencia; opulencia a la que se deja arrastrar como un mero bálsamo, que no es más que un placebo, para curarse de una soledad que la disfraza con la frívolas y efímeras compañías de lujo en medio de fiestas regadas con champagne y custodiadas por narcotraficantes armados hasta los dientes. Pero si algo de eso intuía el viejo horticultor de flores exóticas —era bueno en dar consejos—, la enfermedad de su esposa es lo que lo enfrenta sin anestesia a su actitud pasada. Es en este momento en que vislumbra todo lo perdido, no solo en cuanto a sus afectos personales, sino hacia su propia vida. Pero nunca es tarde, parece decir el Eastwood actor y director y por supuesto el guionista Nick Schenk; nunca es tarde para desandar aunque sea un poco, el largo camino que lo llevó a una situación de desamparo afectivo.
¿Mensaje esperanzador? Tal vez, aunque no por eso deja de tener un regusto amargo. Quizás porque hay cosas valiosas que aunque las descubramos antes de que terminen hechas polvo, ya dejaron de tener el brillo de antaño. Pero lo que sí brilla en este film —más allá de su calidad técnica y fotográfica—, es el mensaje unívoco de trascendencia. No la universal y utópica, sino la de todos los días, la que tenemos que aprender a manejar para no caer en la trampa de mantener una actitud egoísta y autosuficiente que todo lo carcome, principalmente a las relaciones personales. El tiempo es tan valioso como el de los lirios que él se jacta en cultivar. “Duran solo un día y luego se marchitan, creo que solo por eso vale la pena el esfuerzo”, le dice a su esposa. Lo que resta aprender al viejo Stone (apellido significativo si los hay) es que la vida suele ofrecer mucho más tiempo que un día antes de marchitarse. Y la suya, duele cuando se da cuenta de eso, es percibida como que fue solo eso lo que duró: un día