La nana (Sebastián Silva, 2009)
Convivencia maldita
Desde su primer escena, esta película ya plantea una relación de poder, una desigualdad radical y una situación incómoda. Se trata de una empleada doméstica cenando en una mesa de la cocina, vestida con ese uniforme tan ridículo que a algunas les toca usar. Pero hay algo muy extraño en su mirada, en su seriedad y en sus ojos desorbitados, quizá desequilibrio, o algo peor. No come tranquilamente, sino que se la ve atenta, pendiente de las conversaciones que tiene la familia en el comedor. Porque claro, ella cocina, sirve y levanta la mesa, y debe interrumpir su comida según los caprichos de otros. Pero esta vez la llaman por algo especial; desearle feliz cumpleaños, invitarla con una torta y darle unos regalos. Aunque se trate de un gesto de cariño y buena fe, la escena revela sutilmente y con pequeños indicios cierto aire de condescendencia, y que se trata de una situación extraordinaria, un impensado reconocimiento a una figura que existe sin ser parte.
Y de la que dependen totalmente. La nana es una adicta al trabajo y es quien cocina, limpia, friega la loza, lava la ropa, plancha, prepara los niños para el colegio. Y lo hace desde hace veinte años. Tiene además conocimiento de los secretos familiares, de las manías y los vicios personales, de cada escondrijo de la casa. Asimismo, sufre de terribles migrañas, demuestra cierto desprecio visceral por una de las hijas e incluso llega a utilizar su propio micropoder para complicarle la existencia. Sin tomar posiciones y siguiendo de cerca los cuadros cotidianos, se empieza a convertir a la nana en una suerte de “enemigo en casa”, un personaje digno de una obra de horror psicológico, que hasta parece factible pueda detonar en cualquier momento.
Además de una evidente lectura desde una perspectiva de clases, la película se presta a ser analizada desde la sociología y la psicología, como muestra de la dinámica de grupos humanos, de la territorialidad, de ciertas mezquindades y reacciones respecto a microclimas de exclusión y competencia, y de las enfermedades grupales. Todo esto logrado con un presupuesto escaso, problemas de financiamiento a mitad del rodaje y nada más que un par de locaciones, un equipo técnico reducido y pocos actores. El director chileno Sebastián Silva contó con la invaluable presencia de la actriz Catalina Saavedra, de quien logra extraer los matices necesarios para despertar reacciones encontradas. Silva reconoce como referentes a Lars Von Trier, Woody Allen y Gus Van Sant, ante todo por la naturalidad de sus cuadros. Pero en La nana no es fácil dar con las huellas de estos autores y, ante todo, se percibe una originalidad y una profundidad deslumbrante.
Pero lo realmente meritorio de este filme y lo que lo convierte en una obra excepcional es la vuelta de tuerca que se da pasada la mitad del metraje -quizá a algun lector le convenga dejar de leer por aquí- porque la amplísima mayoría de los directores del mundo se hubiesen sumado al arrollador pesimismo que impera en el cine social, cerrando el cuadro a modo de drama irresoluble, dejando el personaje en decadencia y a su suerte, sin dejar espacio para la esperanza. Es en todo sentido asombroso este quiebre impuesto ya que es probable que la mayoría de los espectadores hubiera extraído la conclusión de que la nana es un problema endémico, una amenaza potencial y un cáncer que es preferible extraer. Incluso la negativa de la madre de despedirla podría resultar al más evidente sentido común, una auténtica necedad. Y es aquí que una aparición externa dará un vuelco radical a la situación, y surgirá con una solución sorprendentemente sencilla. “Todo lo que necesitas es amor” parece decir el director-coguionista, y la resolución está planteada con inusitada verosimilitud, demostrando el equívoco general. Por sorprender de esta manera el espectador, y peor aún, por llevarlo a cuestionar sus mismas seguridades, La nana es una obra mayor, seguramente de las mejores películas latinoamericanas vistas en años.