Secretos de familia
Así como gran parte del cine contemporáneo -tanto el mainstream y el indie como todo lo que se ubica entre esos dos extremos- tiende hacia una preocupante homogeneización temática y formal, en términos generales se puede decir que cada cinematografía nacional suele ofrecer algún que otro elemento distintivo que vuelque la propuesta en cuestión hacia la “sensibilidad” propia del país productor. La estrategia tiene un doble objetivo ya que por un lado busca regalar al público autóctono algo con lo que identificarse y por el otro lado aporta una mínima idiosincrasia frente al mercado internacional, en una lógica similar a la del turismo y la invitación a visitar/ conocer rasgos culturales foráneos. A veces la jugada arroja resultados positivos y en otras oportunidades no suma mucho al convite, como es el caso de La Novia (Nevesta, 2017), un opus ruso que desperdicia el tic folklórico de turno.
El prólogo está divido en dos partes: la primera nos informa acerca de las características que tomó en Rusia la tradición global de la fotografía post mortem, comentándonos que se les dibujaban ojos en los párpados a los difuntos antes del retrato correspondiente porque se consideraba que el negativo condensaba el alma del fallecido y la dejaba a disposición de los parientes que lo sobrevivieron; y la segunda nos presenta la historia de uno de esos fotógrafos especializados en cadáveres, quien ante la muerte de su amada primero le saca una foto y luego la somete a un ritual para que reencarne en una pobre chica de la región, circunstancia que lo obliga a resistir el embate del pueblito en el que habita y a enterrar a la desafortunada junto al cuerpo sin vida. Por supuesto que la ceremonia no sale del todo bien debido al hecho de que “lo que vuelve” no es precisamente su pareja sino algo más tétrico.
Resulta desconcertante la decisión por parte del realizador y guionista Svyatoslav Podgayevskiy en pos de torcer el relato -de allí en más- hacia la amenaza que representa la presencia espectral de la susodicha, olvidándose en buena medida del asunto de las fotografías post mortem como si todo se tratase de una reincidencia desganada en el terreno del J-Horror modelo Hollywood a expensas de lo que podría haber sido una vuelta de tuerca mucho más interesante hacia el campo de los retratos fúnebres y aledaños. Tampoco se puede decir que la táctica deriva en un bodrio al 100% porque a lo largo del metraje la propuesta consigue un par de escenas inquietantes utilizando de excusa el viaje -en nuestros días- de Nastya (Victoria Agalakova) y su novio Iván (Vyacheslav Chepurchenko), descendiente de ese clan maldito, a la casona familiar del muchacho, ahora habitada por su hermana Liza (Aleksandra Rebenok), sus dos pequeños vástagos y el padre de los adultos.
Podgayevskiy sostiene su film mediante jump scares muy poco originales -y subrayados a lo bestia desde la banda sonora- y a través de un popurrí de tomas centradas en la cara de pánico de la bellísima Agalakova, una joven actriz que se carga la película al hombro y la termina de rescatar del tedio al que estaba condenada si dependiese exclusivamente de las buenas intenciones del director y su falta de preocupación a la hora de conectar lógicamente las secuencias y resolver unos cuantos “detalles” de la trama que aglutinan incoherencias y preguntas en el tintero, dentro de un entorno dominado por los estereotipos más repetidos del subgénero de las casas embrujadas, las maldiciones y esos posesos de siempre. Recién llegando el desenlace el realizador se acuerda de las fotografías de los finados, pero para ese instante la encerrona de la familia de Iván para con Nastya está tan avanzada que los secretos ya fueron revelados y el interés del espectador se desvaneció hasta desaparecer…