Comienza en el adusto ambiente de una sala de audiencias, con un juez que pasa revista a las fechorías de un grupo de infractores a la ley y distribuye penas según la calidad de las faltas cometidas, que van desde el pintarrajeo de monumentos públicos o las borracheras escandalosas hasta las pequeñas estafas, las raterías y, en algún caso, una golpiza feroz derivada de un incidente callejero. Los acusados son todos jóvenes, por lo general víctimas del desempleo, sin futuro alentador a la vista. Y la mayoría son obligados a cumplir decenas o centenas de horas de trabajos comunitarios. Incluso el violento Robbie, el de la golpiza, cuyo frondoso prontuario ya registra temporadas en la cárcel: lo salva el hecho de que su novia (una influencia benéfica para él, según apunta la asistente social) está a punto de hacerlo padre por primera vez. Aun así, todos los caminos hacia la redención parecen cerrados para Robbie; lo determina su pasado violento, su temperamento irascible, una encarnizada e imparable rivalidad que le viene de lejos, y hasta un suegro dispuesto a expulsarlo de Glasgow con tal de alejarlo de su hija. Y no hay aparentemente nadie en toda la ciudad que sea capaz de pasar por alto las cicatrices que lleva en la cara y denuncian su pasado para ofrecerle un empleo.
Estamos, como se ve, en el mundo de Ken Loach, entre los excluidos del sistema, los que siempre han pasado inadvertidos por la declamada igualdad de oportunidades. Pero el cine comprometido con lo social del laureado director inglés -aquí más optimista que nunca- ha elegido esta vez un tono más liviano, próximo a la comedia y, tal vez, a la fábula. Del clima severo del ámbito judicial del comienzo se llegará a las sonrisas esperanzadas del final. En el camino hacia esa esperanza (y a la redención del protagonista) habrá un invitado sorpresa: el whisky.
Y también, fundamental, el buen samaritano que tiende una mano al muchacho y trae consigo el humanismo clásico de Loach. Al que se agregan el inesperado talento natural que Robbie esconde en su nariz y una única y picaresca recaída en el delito. Porque, como en Los desconocidos de siempre , con los que guardan algún parentesco, además de generar similar simpatía, los perdedores de Loach se conocen mientras cumplen su condena lijando y pintando paredes. Y como aquellos, también planean un golpe.
El botín, hasta entonces impensado para ellos, les saldrá al encuentro gracias a un encadenamiento de circunstancias. Cuando el supervisor que está a cargo de los "condenados" celebra con un brindis el nacimiento del hijo de Robbie, lo introduce, sin proponérselo, en los secretos del whisky. Y no sólo eso: termina descubriendo en el muchacho sus excepcionales dotes de catador. Del ingreso en ese mundo de refinados sibaritas, coleccionistas y millonarios capaces de gastar fortunas para conseguir las variedades más cotizadas de la bebida nacional escocesa y del traslado de la acción a las Highlands provienen no sólo la idea del "golpe", sino también algunas de las escenas más divertidas, las más ilustrativas (la visita a la destilería es casi un pequeño documental sobre whisky) y las ironías más sutiles que aporta el guión de Paul Laverty.
La parte de los ángeles (se refiere al 2 por ciento de alcohol que se pierde cada año en las barricas) es una comedia social graciosa y al mismo tiempo conmovedora y lo es también gracias a la naturalidad de su elenco, en el que descuellan los intérpretes no profesionales (Paul Brannigan, el protagonista, es todo un hallazgo) y los consagrados, como John Henshaw, el generoso Harry.