La víctima piadosa.
Si existe un término que no abunda en la crítica argentina de films vernáculos es “remake”, en primera instancia porque la vertiente industrial local gusta de despegarse del Hollywood contemporáneo (aquí también hay una merma importante de novedades pero la situación deriva en copias de faenas de antaño que no explicitan su linaje) y luego debido a que -sinceramente- no tenemos muchos productos que gocen de una popularidad perdurable que permita ese tratamiento (el mercado de nuestro país es demasiado pequeño como para enfrascarse en los dilemas del copyright y el hipotético reposicionamiento publicitario del opus en cuestión, intentando revertir los prejuicios que suelen despertar estos proyectos).
Para aquellos que todavía no lo sepan, vale aclarar que estamos ante una nueva versión de un convite de 1960 de Daniel Tinayre, ahora con Dolores Fonzi en el papel que en su momento recayó sobre Mirtha Legrand. Como era de esperar, el aggiornamiento está a la orden del día: Paulina (Fonzi) es una abogada que deja Buenos Aires para enseñar derecho en un barrio humilde de Posadas, donde es interceptada y violada por un grupo de estudiantes comandados por un lumpen de un aserradero. Lo que en la original era una motivación mejor desarrollada, mezcla de azar e idiosincrasia criminal, hoy se transforma en una suerte de estudio discreto en torno a la oposición entre el interior y el sentir porteño.
En La Patota (2015), el talentoso Santiago Mitre baja un par de escalones con respecto a sus obras anteriores, la multipremiada El Estudiante (2011) y el mediometraje experimental Los Posibles (2013), cumplimentando un trabajo correcto aunque un tanto abúlico a nivel emocional. El esquema general parece combinar la fórmula de la víctima piadosa, en la línea de Lars von Trier, y el credo de Ken Loach, en concordancia con la “justicia social” y demás mitos del pasado. El director sale airoso de la difícil tarea de esquivar la asociación automática entre pobreza, violencia y animalización comunal, logro que se alcanza -paradójicamente- mediante la construcción de una protagonista que no despierta empatía.
El personaje de Fonzi no sólo perdona a sus agresores sino que por momentos se comporta más como un robot que como un ser humano, dentro de un cuadro narrativo que funciona bajo el doble precepto del viaje del outsider a una cultura extraña y esa especie de obligación intrínseca de llevar hasta las últimas consecuencias la ideología redentora del típico burgués progre, el cual gusta de poner la otra mejilla ante los envites del mundo circundante. Más allá de la poca vitalidad del tópico de turno y las contradicciones varias de la óptica elegida, la película se destaca por su prolijidad, la fotografía de Gustavo Biazzi y el maravilloso desempeño de Oscar Martínez como Fernando, el padre juez de la joven…