La piel que habito o el amor al cine
El nuevo film de Almodóvar lo reencuentra con su mejor factura y explota el talento de sus actores de modo magistral narrando como en los viejos tiempos
Por Andrea Migliani
El nuevo film de Almodóvar lo reencuentra con su mejor factura y explota el talento de sus actores de modo magistral narrando como en los viejos tiempos. Espero lo nuevo de Almodóvar como lo de Woody Allen, sé, soy consciente de que puede ser menos que lo anterior. Que tal vez no me conmueva como Átame (1989), o Tacones lejanos (1991), que tal vez no sienta extrema admiración por una escena como la de campo en Todo sobre mi madre (1999), dónde los travestis jugaban sus destinos a todo o nada. Y que La ley del deseo (1986) es un peliculón, pero yo espero.
La estética de Almodóvar puede variar pero jamás se traiciona. Y esta vez, con La piel que habito, aborda un terror nuevo y a la vez un reencuentro con lo mejor de su cine. Este film es una declaración de amor al cine. Basada en la novela Tarántula, de Thierry Jonquet, la historia remite a otras en dónde el objeto de deseo es tan potente, está tan instalado que no hay salida. Entonces, ir por el deseo gana la partida.
No importa que la locura se apodere de todo, no importa que el límite a traspasar no tenga retorno. En Toledo, donde la belleza es per se una marca, el Dr. Ledgard, a cargo de un brillante Antonio Banderas, desarrolló su tarea de cirujano plástico y ahora con una sola paciente la lleva adelante desde la obsesión. La muerte de su mujer lo ha privado de su objeto de deseo y lo ha sumido en una obcecación pertinaz. Por eso Vera, en la piel, literalmente, de Elena Anaya, está internada y recubierta de un traje que cuida una dermis que es más frágil que el cristal.
Su ama de llaves, una de las más maravillosas actrices del cine español, Marisa Paredes, aquí desempeña el rol de su ama de llaves y cofre de secretos. Desde la muerte Galatea, así se llamaba su esposa (como la del abandonado pastor Salicio, de Garcilaso de la Vega), el Dr. Ledgard, experimenta de diversos modos, violando todas las leyes de la ética médica pero con un objetivo, dotar a su nueva Galatea de una piel capaz de resistirlo todo.
¿Lo logrará? ¿De qué cosas será capaz esta criatura que como todas las del universo almodovariano llegan a forzar todos los límites? El sexo como pulsión del deseo que recorre varios tramos del film se ve en distintas variantes de las que muchas harían trinar al Papa, pero esa es otra marca de Pedro, mostrar eso que está allí y que ocurre o puede ocurrir, porque el deseo como un carro cuyos caballos se han desbocado, lo arrastra todo.
Ha retornado el Almodóvar en que lo narratológico es vital y que para sus seguidores es fundante. Voy al cine a que me cuenten una historia y si me la cuentan bien, poco importan las imágenes, su crudeza, delicadeza o montaje porque no hay narración que cumpla con su cometido si su forma no está bien estructurada.
Necrofilia, masoquismo, abuso, pasado, la nueva película de Almodóvar toma tips del cine de terror, del film noir y también del melodrama que a Pedro tanto le gusta porque en cada personaje, aún en Robert Ledgard, lo mejor de Banderas de los últimos 15 años, todos se ajustan a esos roles que el melos demanda para digerir el espanto de algunas situaciones o el desagrado del descubrimiento de un pasado muy oscuro.
O, sencillamente porque su hacedor, adora el género así como el kitsch y tantas otras que ya son sus marcas. Marisa Paredes cumple y más, como es su estilo y Elena Anaya, a quien la cámara adora, dota a su criatura de esa sutileza necesaria de la cautiva, casi como todas las novias de Frankenstein, víctimas y no tanto. Volvió Almodóvar y me siento tentada de decirte amable lector: ¡No te pierdas esta perla!