Las procesiones van por dentro
Somatizar una película tan revulsiva como La Piel que Habito (2011), para bien o para mal, resulta francamente inevitable, es una consecuencia directa de un cine que se origina en las entrañas y que emparda la pasión con el intelecto sin hallar ninguna paradoja en el camino. Si en términos históricos siempre fue una empresa muy dificultosa el simple hecho de delimitar los géneros intervinientes en cada nueva obra del genial Pedro Almodóvar, hoy su último opus nos conduce a un nivel de desconcierto inédito: las referencias van desde Los Ojos sin Rostro (Les Yeux sans Visage, 1960) y Vértigo (1958) hasta Frankenstein (1931) y Pacto de Amor (Dead Ringers, 1988), sin dudas todo un catálogo de films perturbadores.
A pesar de que volvemos a estar frente a un melodrama exacerbado con un verosímil de contrastes heterogéneos, vale aclarar que en esta ocasión el tono tiende a ser más severo que de costumbre y el desarrollo narrativo paulatinamente se desplaza del thriller con detalles de ciencia ficción a un horror clasicista centrado en la transformación corporal. La trama gira alrededor de la relación entre un inquietante cirujano plástico, el Doctor Robert Ledgard (Antonio Banderas), y su “conejillo de indias”, la pobre Vera (Elena Anaya). Con la ayuda de Marilia (Marisa Paredes), un ama de llaves que hace las veces de asistente personal, el médico mantiene bajo cautiverio a la mujer sometiéndola a operaciones varias.
Lo que en un primer momento aparenta estar vinculado a un fetiche sádico para con la investigación y el testeo de una novedosa piel artificial creada en laboratorio a través de procedimientos transgénicos, con el transcurso de los minutos muta hacia oscuros designios que tienen su raíz en el pasado lejano, en una obsesión que se remonta a las terribles quemaduras que sufriera su esposa y los trastornos psicológicos de su hija adolescente. Como es habitual en las realizaciones del manchego, aquí el amor platónico y el desenfreno sexual se confunden en exquisitos remolinos de encuentros y desencuentros en los que los protagonistas terminan fagocitándose los unos a los otros a puro mutualismo masoquista.
Siempre que Almodóvar se propone adaptar material ajeno se toma muchos años para pulir el guión y la presente traslación de la novela Tarántula de 1995 de Thierry Jonquet no fue la excepción, este proyecto particularmente ha tenido un copioso tiempo de maduración: aunque se barajó la posibilidad de filmarla en inglés, por suerte el director mudó la acción a Toledo y decidió reanudar su fructífera colaboración con el inefable Antonio Banderas, quien en esta oportunidad ofrece uno de sus trabajos más logrados, a la altura de lo mejor de su carrera. Elementos tradicionales como los toques kitsch, una banda sonora lacrimógena y la maravillosa puesta en escena ahora están en sintonía con un relato austero.
Uno nunca deja de sorprenderse ante un talento inclasificable, tan emparentado al cine de Douglas Sirk y Luis Buñuel como al de Rainer Werner Fassbinder y John Waters. Los rasgos distintivos son la naturalidad con que incorpora situaciones insólitas y la enorme destreza para ponerlas al servicio de un entramado expositivo en el que priman la complejidad moral, el humanismo concienzudo y las múltiples lecturas según el contexto considerado: en La Piel que Habito cuesta deducir la opinión del realizador acerca de los personajes y/ o su lógica, lo que es seguro es su cariño por cada uno de ellos y la certeza de que los envases serán perfectos pero las procesiones siguen su recorrido por el interior…